18 diciembre, 2019
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El pasado 28 de octubre compartí en este blog una reflexión acerca de lo que yo considero una aberrante manipulación contra las más elementales libertades individuales. Manipulación que, sin embargo, la mayoría de la sociedad acepta sin ningún reparo, como no puede ser de otra forma cuando esa misma sociedad está formada por individuos a quienes les atemoriza la libertad, les disgusta la disidencia, pero les tranquiliza grandemente saberse aceptados por la corriente del pensamiento único.
En aquella reflexión, que titulé EL DELITO DE ODIO. LA MORDAZA PERFECTA (link), quise plantear al visitante de este blog si ese ya tipificado delito de odio no sería, en realidad, un modo encubierto de censura y una vuelta al antiguo delito de opinión que durante la dictadura del general Franco tanto amordazó la libertad de expresión de no pocos periodistas. Mi conclusión particular fue afirmativa al respecto. Legislar para convertir en punible el sentimiento de odio de cualquier persona no deja de ser una forma de dictadura y censura contra el pensamiento y la libertad de expresión, y más aún cuando una gran mayoría de las denuncias admitidas a trámite apuntan siempre en la misma dirección.
La excusa del odio y de generar odio con ciertos contenidos es el motivo perfecto al que aducen no pocos políticos, curiosamente los que más trabajan para alienar derechos individuales, así como medios de comunicación y redes sociales. En una sociedad como la occidental, en la que los sistemas educativos, los medios de información y el poder en general, han adoctrinado a las personas durante muchas décadas para que se sientan ofendidas y agredidas por casi cualquier cosa que vaya en contra de sus ideas y modo de pensar, hasta el mensaje más blanco en sus formas que critique lo establecido y aceptado socialmente es susceptible de sufrir censura. Una censura que, y esto tendría su gracia si las consecuencias no fueran tan oscuras, trata de proteger a las personas contra todo y contra todos los que pretendan levantar el telón que oculta las verdaderas intenciones de la corrección política que desde el poder se impone como una losa. Una losa cuyo peso, de un modo revelador, solo alcanza a quienes sufren la dictadura de lo políticamente correcto, pero nunca a quienes tratan de imponer tal dictadura.