“¿Está don Vicente?”
Ésta era la pregunta que hacían todos los jóvenes poetas españoles de varias generaciones –por ejemplo, un joven Miguel Hernández llegado de provincias en 1935 que acude a casa del maestro fascinado por su libro “La destrucción o el amor”-, a las puertas de la casa de Velintonia. Llevaban metida en el bolsillo una copia de sus poemas y querían el contacto, el conocimiento y el consejo de quien tenía el papel de mentor de la poesía española en aquella época. Velintonia, 3. Esa era la dirección del lugar mágico de peregrinación donde Vicente Aleixandre vivía casi recluido y dedicado a una intensa vida espiritual y a la creación de su obra poética. Problemas de salud lo habían retirado de la actividad laboral y obligado a esta vida un poco de convaleciente. Cuenta el propio Aleixandre que, por las mañanas, envuelto en un capote, salía a pasear por un pequeño jardín que rodeaba la casa y a cuidar un cedro, al que veía poco a poco de crecer.
Este es el hombre y esta es su vida. Aparentemente tienen poco que ver con la típica vida de un artista. Incluso sus estudios – Derecho y Comercio- son de lo más prosaico. Un buen señor burgués que vivía de las rentas en una “dorada medianía”. Su aspecto tampoco lo delata: alto, calvo, con un fino bigotillo en boga entonces, trajes grises; aspecto de registrador o de ingeniero (su padre lo era). Sólo los ojos de un intenso azul parecen delatar al hombre de profundidad interior. Sin embargo, este hombre era (es) el autor de una de las obra más profundas, renovadoras y universales de la poesía moderna. Sus imágenes visionarias, sus versos solemnes, con algo de versículos bíblicos pasados por las vanguardias europeas; la profundidad de toda su obra inagotable, todavía en parte desconocida e inexplorada, hacen de Aleixandre un poeta que parece tener poco que ver con su imagen pública. Una obra visionaria, que atisba profundidades abisales y que toca recursos formales inéditos, hecha por un buen señor con cara de ingeniero jubilado.