La famosa celebración del Día de la Raza (así se llamaba entonces, sin escándalo de nadie) en la Universidad de Salamanca, el 12 de octubre de 1936, ha sido el origen de uno de los tópicos más extendidos y persistentes en la historia de España. El incidente entre D. Miguel de Unamuno y el general Millán Astray, que acaeció en este acto, nos ha legado una imagen –que ha resistido con numantina energía el paso del tiempo- falaz y deformada de estos dos grandes personajes.
Se nos ha transmitido la imagen de un Unamuno que es una especie de intelectual de la progresía militante, enemigo del bando nacional y partidario del bando republicano. Un Unamuno represaliado por el franquismo y, dado que su muerte se produce en plena guerra mientras sufre arresto domiciliario, una especie de mártir frente a una barbarie que odia a la cultura y a los intelectuales.
Por otro lado, Millán Astray ha pasado al imaginario colectivo español como un militar brutal, enemigo de la razón y la inteligencia, persona cegada por su fanatismo y cerrazón. Hay que reconocer que a esta leyenda ha contribuido no poco su atrabiliario y ciertamente curioso aspecto de “multimutilado” (propongo esta voz para la próxima reforma del Diccionario de la RAE).
Ambas imágenes de estos dos ilustres protagonistas de nuestra historia contemporánea son tópicos que han corrido, como falsa moneda, de mano en mano, pero que tienen poco que ver con la humilde realidad.
Empecemos con Unamuno. Que este vasco genial es una de las altas cumbres de la cultura española, pocos los dudan. Recomiendo, a modo de muestra, entre la gigantesca amalgama de su obra, la lectura de la novela Paz en la guerra, que escribe en 1897. Sus páginas permiten la comprensión del problema territorial y de los nacionalismos hispanos (tan actual, tan irresuelto) más que muchos tomos de Sociología o Historia. Es muy complicado encasillar a D. Miguel con una etiqueta política o religiosa porque su trayectoria intelectual está llena de fluctuaciones y dudas. Su actitud más permanente fue la de dudar y oponerse: “contra esto y aquello”. Eso lo hace enfrentarse con distintos regímenes y gobiernos, pero no desde la defensa de un ideario político concreto, sino desde la rebeldía, el espíritu polémico y algo también de cierto histrionismo, que lo impulsa a colocarse, siempre que puede, en el centro del escenario. Si en un principio se pone a favor de una República liberal, luego se vuelve muy crítico con algunos aspectos del nuevo régimen, como el tema de la autonomía y la lengua catalanas y la violencia anticatólica. Cuando se produce el levantamiento, Unamuno apoya públicamente al bando nacional, que para él representaba la defensa de la civilización occidental frente a la barbarie. Entiende que los militares vienen al atacar al gobierno del Frente Popular, pero a salvar al régimen. De hecho, entre los militares rebeldes, hay algunos, como Cabanellas o Queipo de Llano, son notoriamente republicanos (véase el libro de Francisco Blanco Prieto, Unamuno. Diario final, 2014). Pero pronto, con el transcurso de la guerra, este entusiasmo se va a convertir en rechazo. Ve como los nacionales matan a algunos amigos suyos y termina haciendo una amarga crítica de lo que él llama “los hunos y los hotros”. En sus últimos días escribió unas notas, bajo el título El resentimiento trágico de la vida, con el subtítulo Notas sobre la revolución y guerra civil españolas, que son seguramente anotaciones y esbozos para un libro futuro. En estas páginas, que son las últimas que escribió, queda clara la profunda tristeza y la decepción que causan en este gran español la tragedia fratricida que está destruyendo a su patria; tragedia que amarga sus últimos días y en la que él no disculpó ni apoyó a ningún bando. La guerra era para él “una íntima e intestina guerra religiosa de España contra sí misma (…) No son unos españoles contra otros -no hay anti-España- sino toda España, una, contra sí misma. Suicidio colectivo”.
Por otro lado, también la realidad biográfica y personal de Millán Astray tiene poco que ver con la imagen que se transmite en este tópico. Hay dos rasgos importantes que no coinciden con la realidad. Uno, su carácter ideológico y político. Millán Astray fue durante toda su vida un militar profesional, que amó su trabajo como una vocación íntimamente asumida. ¿Político, franquista, fascista? En esos años es prácticamente imposible no implicarse en el problema político. Éste supone un torrente que, con una fuerza gigante, lo arrastra todo a su paso. Léase la obra de Ortega Prólogo para alemanes, en la que explica cómo un hombre como él, con una vocación claramente teórica, tiene que complicarse en la vida pública española porque “para un hombre nacido ente el Bidasoa y Gibraltar es España el problema primero, plenario y perentorio”. Millán Astray ocupó cargos en el franquismo (Prensa y Propaganda, Asociación de Mutilados) y fue procurador en cortes, pero no fue propiamente un político franquista en el sentido en el que lo fueron militares como Carrero o Alonso Vega. No es él quien se ve influenciado por Franco, sino al revés, es, para Paul Preston, la persona que más influencia ejerció en la formación moral e ideológica de Franco.
La obra de su vida, la creación de un cuerpo de choque según el modelo de la Legión Extranjera francesa, se produce en 1920, en la época de Alfonso XIII. A partir de 1931, impulsado por sus sentimientos monárquicos, sale de España. En este periodo da conferencias en países hispanoamericanos y en EEUU (Academia de West Point). En el momento del Alzamiento, en el que él no juega ningún papel, está en Argentina; además, es un hombre que tiene 57 años y está muy disminuido físicamente por sus varias mutilaciones. ¿Fascista? Como militar que lleva su vocación en los genes, tiene una firme ideario en el que ocupa el lugar central la idea y el sentimiento de Patria, y además, (lo que tampoco era general en los militares de su tiempo, en los que están muy arraigados el republicanismo y la masonería) la Corona como símbolo y garantía de unidad de la Patria.
El otro rasgo que le acompaña como una sombra es el de ser un hombre ajeno a la cultura y a la inteligencia. No diremos que fue un militar intelectual (como Díez Alegría, Salas Larrazábal o Álvarez-Arenas), pero sí que tenía un nivel cultural muy por encima de la media de sus compañeros del mundo castrense. Hablaba inglés y francés, tenía mundo, había viajado y conocía distintas culturas. Para la creación de la Legión, se inspiró en el Bushidó, código samurái, que tradujo al español del inglés y adaptó para crear los estatutos del nuevo cuerpo. Toda su vida se confesó una enamorado de la cultura japonesa. No fue un militar típicamente “cuartelero”, sino un hombre culto y con un destacado aspecto mundano. Sus mismas peripecias amorosas lo alejan de lo común.
Cuando, en 1924 en la guerra de Marruecos, sufre una herida que termina con la amputación de su brazo, lo que se sumaba a las graves lesiones anteriores, escribe al Rey Alfonso XIII: “elevo al Trono mi petición de no ingresar en inválidos por desear ardientemente seguir trabajando constantemente…” El Rey le concede esta petición de mantenerlo en activo, a lo que él contesta: “Es un orgullo y una satisfacción (…) el que el Rey haya escuchado la petición de este humilde soldado y le conceda la más alta gracia con la que pudo soñar, cual es la de poder derramar, otra vez en activo, la sangre de nuevo por su España y por su Rey”. El gesto lo define: parece más un samurái medieval que un militar de su tiempo.
En el fondo fue un personaje un poco extraño e inclasificable, como un algo atrabiliario, uno de esos personajes (como Valle-Inclán, Dalí, Gaudí, el propio Unamuno) que terminan siendo sustituidos por su leyenda. Me recuerda, en otro orden de cosas, la figura del cardenal Pedro Segura, tan personal e intransferible que, aunque compartiera con Franco todos sus “demonios familiares”, nunca fue lo que se llamó un hombre del Régimen y su intensa personalidad lo llevó a actuar siempre por su cuenta.
Unamuno y Millán Astray, los dos pertenecen a nuestro acervo común y ambos enriquecen la historia y la cultura española. ¿Por qué tenemos que seguir enfrentándolos, cuando ya el tiempo de su cruenta lucho pasó y es historia que debemos mirar con “paz, piedad, perdón”? ¿Por qué tenemos, los españoles del siglo XXI, que renunciar a ninguno de estos dos valiosos legados?