Puede ser curioso preguntarse, como ejercicio de interés intelectual, cuáles son los móviles que impulsan a la izquierda española a mantener enarbolada la extemporánea bandera del antifranquismo. Contrasta este empecinamiento con el desapego, la independencia que la derecha española siente por el franquismo; desapego que se produce inmediatamente cuando comienza la nueva etapa (1975) y no digamos hoy, 4 décadas después. La derecha (la élite política y también el sector social moderado que la apoya) se da cuenta de algo, por otro lado evidente: el franquismo era una época de la historia de España que ahora daba lugar a otra etapa, que no podía ser sino distinta. Por muchas razones. Razones sociológicas, económicas, geopolíticas; pero sobre todo por una cuestión simple: un sistema político tan personalista difícilmente podía perpetuarse más allá de la existencia de la persona que lo sustentaba.
Por todo esto, no había razones objetivas, a finales de los 70, para ser antifranquista. ¿Qué razones puede haber ahora, a principios del siglo XXI después de una transición, de una ley de amnistía, después que han transcurrido 3 generaciones de españoles, en una sociedad que ha sufrido cambios acelerados y tiene poco que ver, en sus costumbres y valores, con la de los 70?
Este empecinamiento ideológico puede tener, por lo pronto un par de interpretaciones.
Una de fría estrategia política. Se trata de obligar a la derecha actual a definirse en un debate que le es totalmente ajeno y fuera de razón. Si se opone a este debate se está definiendo forzosamente, no como contraria a una polémica inoperante y gratuita, sino como contraria al antifranquismo, lo que es lo mismo que decir franquista. De esta forma, el debate derecha-izquierda se transmuta artificialmente en una dialéctica democrático- antidemocrático.
Es una estrategia hábil que puede dar réditos a corto plazo, aunque a la larga siembra un veneno que puede ser letal para todos, incluyendo para quien lo fomenta.
Hay una segunda explicación, que no tiene que ser privativa, sino complementaria con la anterior. Se la he oído a uno de los más brillantes y apasionados pensadores políticos españoles del siglo XX, Antonio García Trevijano. Para él, que estuvo tantos años en activa briaga contra el sistema y que fue tan crítico con la «ejemplar» transición, apenas hubo labor de oposición en vida de Franco. Algunos, como los socialistas o los nacionalistas vascos, brillaban por su ausencia. Otros hicieron una labor mínima y, en algunos casos equívocos. Eso provoca que el sistema no se agote por la labor opositora, sino por la extinción natural de su representante. Los hijos no han logrado matar al padre, que ha muerto tranquilamente por causas naturales.
Les queda esa profunda herida en forma de frustración. Y hay que dar escape y salida a ese antiguo rencor; pero el fin último de la conducta no es hacer daño al otro (cosa, por otro lado, imposible) sino hacerse perdonar la omisión pasada. Es una especie de expiación de las propias faltas.
Como ven, el tema, más que en sociología o economía, se mueve en un estrato más profundo donde tocamos lo psicológico y hasta lo religioso. Podría servir para un escrito de René Girard, Mircea Eliade o de Freud.
¿Quién dijo materialismo?