EL ÁNGEL CAÍDO
Foto: Pedro Taracena Gil
La cultura occidental se ha configurado a través de los siglos por la moral de las tres religiones monoteístas, sobre todo por la influencia judeocristiana. Los textos teológicos inspirados presuntamente por Dios e interpretados como verdad absoluta por la clase sacerdotal, han mantenido tolerancia cero con todo aquello que pudiera ser constitutivo de herejía. Los conceptos del bien y del mal tomaban como referencia valores de orden religioso orientados a vivir con rectitud las virtudes exigidas por la divinidad y que tenían como recompensa la vida eterna, el cielo después de la muerte. Había cualidades que no admitían ser objetivables por los hombres, se consideraban verdades o falsedades absolutas. El libre albedrío de los seres humanos se convertía en una cualidad teórica y subyugada a homologarse con el credo impuesto, no razonado. Las personas no conocían derechos, solo obligaciones. Toda conducta debía ir orientada en practicar la abstinencia de los placeres y del bienestar; haciendo méritos para ganar el paraíso prometido con esperanza y fe ciegas. Sólo en su origen la Biblia estableció la opción de elegir el fruto de la ciencia del bien del mal, pero cuando la elección no agradó a Yavé, entonces, se clausuró el libre albedrío y solamente quedamos libres para reprimirnos, evitando todo atisbo de felicidad terrenal. Mientras los gozos místicos estaban reservados para los elegidos.
Esta línea de pensamiento imperante durante muchos siglos comenzó a desquebrajarse y hacerse presente la dicotomía entre la fe y la razón. Surgieron nuevos valores condenados por la teología, como el concepto de libertad, tolerancia, igualdad, solidaridad, democracia, república, derechos que discernían de los deberes y fue cobrando fisionomía el concepto de la sociedad laica. Pero estas transformaciones tuvieron una génesis muy lenta en el tiempo y la evolución de las conciencias no se produjo de forma homogénea. Con la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, se estableció un hito en la historia de la humanidad, los estados y sus sociedades ya no se guiaban por textos sagrados inspirados por divinidades e interpretados por sumos sacerdotes sinodales, que se arrogaban la infalibilidad absoluta.
No obstante y a pesar de estos avances constitucionales con garantías jurídicas, democráticas y tendentes a un laicismo cada vez más real, los hábitos y comportamientos personales, aún son rémora de la contaminación de los cánones religiosos y costumbres ancestrales de naturaleza divina. Innumerables son los derechos reconocidos por las leyes que los preceptos religiosos siguen considerando pecados con reato de culpa. La materia que más obsesiona a la moral religiosa es la sexualidad. El decálogo que según la Biblia entregó Dios a Moisés, contenía como su nombre indica diez preceptos, no obstante de forma implícita había otro mandato que era, No gozarás. El ser humano debía de carecer de todos los placeres posibles, porque esta estoica forma de vida, le llevaría a la gloria eterna. Es decir, que el gozo proporcionado por los sentidos, debía de ser reprimido. Pero con agudeza especial todo aquello que tuviera relación con la sensualidad y la sexualidad. No obstante, con el uso del raciocinio, el género humano ha discernido entre el derecho a la realización sexual y la procreación. No siempre el amor va unido al uso del sexo para la procreación. Las relaciones sexuales constituyen un derecho que no siempre implica haber contraído matrimonio. La igualdad de género concede el derecho a contraer matrimonio personas del mismo sexo. El paradigma ancestral de una familia como Dios manda, ya no tiene lugar en las sociedades democráticas del siglo XXI.
No solamente, el sexo ya no se contempla bajo los conceptos del Derecho Canónico, sino que hay muchos valores que ya están tipificados en el Código Civil o bien en el Código Penal. Los comportamientos ya no se juzgan según el dictado de la conciencia, educada según los principios religiosos, sino que están tipificados como acciones punibles en función del dolo producido. El bien y el mal. El odio y el perdón. La venganza, la calumnia, el robo, el falso testimonio, el juramento… No suponen una ofensa a un Dios, sino que se valora la ofensa al semejante, por ser iguales ante la ley, mujeres y hombres. Los siete pecados capitales con las siete virtudes que les corresponden con una relación de contrarios, quedan reducidos a lo privado. El Estado reconoce derechos y castiga delitos. La Iglesia impone deberes y quienes cometen pecados, en nombre de Dios les perdona e impone penitencia de reparación. La caridad y las obras de misericordia se cimientan en la solidaridad y la justicia social. El quebranto de los derechos humanos no es un pecado, sino que constituye un delito. Aquello que eran virtudes morales, ahora son meras cualidades humanas que constituyen la personalidad y el comportamiento humano. Los trastornos son tratados como patología en disciplinas científicas.
La soberbia, avaricia, lujuria, gula, ira, envidia, pereza y una interminable relación de cualidades humanas, como el ser arrogante, pedante, engreído, cobarde, no están tipificadas como delito o falta en los códigos de naturaleza social, las valoraciones negativas y peyorativas que se les adjudican, pasan a ser relativas y subjetivas. El tratamiento que se les daba bajo el prisma de los mandatos divinos, ya no tienen sentido dentro del concepto de la moral social y laica, donde los posibles desequilibrios en los comportamientos de las personas son tratados por sociólogos o psicólogos, y todo aquello que la religión consideraba negativo, ahora no es ni bueno ni malo, pero sí conveniente o no, o quizás inocuo, para la vida de la persona.