No se puede negar que Pedro Sánchez adolece completamente del sentido y respeto por la libertad. Principio que todo político debería tener asumido por encima de credos, ideologías y disciplinas de partido. Si algo ha demostrado este profesional de la pose e indigente moral absoluto es que su ambición de poder no respeta límites y que, cuando parece respetar alguno, es precisamente porque está planeando el mejor modo de quebrantarlo causando el mayor daño posible.
El pseudo-doctor Sánchez ya ha formado gobierno y algunos de los miembros de ese gobierno no aportan otra cosa que haber trabajado en algún supermercado, haber elogiado públicamente dictaduras comunistas, poseer un dudoso pasado relacionado con narcotraficantes, ladrones y fundamentalistas asesinos, y mostrar una asombrosa capacidad de engullir todo lo que declararon a voces en un pasado no lejano con tal de formar parte de un gobierno de felones cuya retribución económica les solucione sus vidas. Una capacidad de engullir solo comparable a la de una anaconda comiéndose a otro animal, o a la de un político que traga lo que antes había dicho con la misma sencillez que se guarda comisiones y prebendas en su paraíso fiscal. Para otros miembros del Gobierno, su principal activo es haber obedecido ciegamente a su partido, y en los últimos dos años, más concretamente a Pedro Sánchez. En realidad, tal parece ser el único requisito necesario entre los ministros socialistas del nuevo gabinete.