La antigua y venerable figura del sabio era la del hombre que hacía de su labor intelectual nudo y razón de su vida. Por lo tanto, el sabio es un ser virtuoso. Vida y obra, teoría y praxis constituyen un todo coherente y con sentido. Francecs Torralba, en su libro Sabiduría, propone como sabios canónicos de Occidente a Sócrates y a Jesús. Ambos, dejando aparte sus evidentes diferencias, llevan la coherencia de sus principios, encarnada en sus conductas, hasta el extremo de entrar en confrontación con los poderes de su tiempo. En la larga historia de la cultura occidental, la imagen del sabio toma distintos matices y formas -el erudito, el experto, el profesor, el consejero-; pero llega un momento en que aparece una figura fundamental: el intelectual. Es complejo determinar los rasgos que definen la figura del intelectual. En términos generales, aparece una palabra talismán, “crítica”, que dicha de mil formas distintas va a resumir esta nueva actitud. El profesional del saber se caracteriza, ahora, no por sostener el común sistema de valores, sino por ejercer la crítica de las estructuras establecidas y de las ideas dominantes. El intelectual se convierte en un protestón pero, con frecuencia, vive acomodado en esas estructuras de las que tanto abomina. El escritor inglés Paul Johnson, en su libro Intelectuales, destaca como algunos de los patriarcas de este clan presentaban una clara disociación entre lo que predicaban y lo que hacían. El padre de la pedagogía moderna, Rousseau, abandonó a varios hijos en la inclusa y estuvo lejos de ser un padre modélico. Marx, el gran liberador de la clase obrera, que por cierto nunca visitó una fábrica ni se movió jamás entre obreros, dejó embarazada a su criada, abusando despóticamente de ella y jamás reconoció a su hijo. Johnson estudia la biografía de estos y de otros intelectuales -Sartre, Russell, Althusser, Foucault- y en ellos descubre en terrible fondo de un vida nada virtuosa y de un doble moral.
Adelantemos una etapa más en este proceso evolutivo y lleguemos a la figura, tan frecuente en eso pagos hispánicos, del “opinador”. Éste, resultado de una larga selección natural, es un ser que puede opinar y pontificar sobre cualquier tema complejo -político, económico, moral- sin tener que pasar por el engorroso preámbulo de estudiarlo o documentarse sobre él. Habla con la autoridad de un oráculo y con el peso moral de un profeta bíblico. Pulula en tertulias, mesas redondas, manifestaciones o entregas de premios. En el mundo de los artistas del espectáculo y los intérpretes musicales, aunque no de forma exclusiva, proliferan con gran facilidad. Han heredado de sus ancestros, los intelectuales, la facilidad pasmosa para decir una cosa y hacer otra; aunque han perdido (en realidad, no la necesitan) la justificación de un obra literaria o de pensamiento valiosa. Javier Bardem puede ser tan crítico y, al mismo tiempo, tan beneficiario del capitalismo como Noam Chomsky, pero no ha escrito (ni escribirá nunca nada parecido) Estucturas Sintácticas. Maribel Verdú, en su discurso de los Goya de 2013, defendiendo a los “deshauciados” embutida en un carísimo modelo de Dior, puede se tan exquisitamente farisaica como Jean Paul Sartre, pero el francés es el autor de la Crítica de la Razón Dialéctica. Aunque (no se puede tener todo) sea mucho más feo.