El populismo no es una tendencia ideológica, como así pretenden hacerlo ver los que se aprovechan de él, sino una degeneración propia del declive de una sociedad. Es la consecuencia lógica del reordenamiento social cuando enferma sociopolíticamente un país y se ve vulnerado por un virus que lo debilita. La enfermedad acecha tras cualquier agotamiento y socialmente eso se traduce en la oportunidad para imponer extremismos aprovechando un descontento popular.
En España no es casualidad que tal descontento general posea un eje radicalizado en la izquierda oportunista que aglutina cuanto despersonaliza la identidad española y busca, en última instancia, la desintegración del conglomerado nacional en cualquier aspecto. Todo es válido en busca del objetivo. En la irrisoria veleidad aldeanita de la ANC caben hasta un Cervantes o un Leonardo Da Vinci catalanes, argumentado por un grotesco payaso como Cucurull al que pagamos sus conferenciadas majaderías todos los españoles. Con la eficacia de lo ignorante hemos topado capaz de erosionar el orden establecido y se nos ha mezclado la cultura con la mamarrachada aceptada, ganando terreno los enemigos del más básico sentido común. De un campo tan mal abonado era normal que creciera mala hierba.
Existe un frente aglutinado que se capitaliza con el crédito gastado de la paciencia popular, pero detrás de la intención pública está la encubierta. Sirven de paradigmas esos regímenes totalitarios, autodenominados democráticos, por la huella del fácil populismo que deja sobre los engañados electores depositando su voto por sufragio universal para elegir verdugos disfrazados de opción democrática. Engañaron a Venezuela y hoy la dictadura se esconde tras la justificación de la libre elección fagocitando a los ciudadanos que eligieron o no a sus ejecutores. En España se pretende lo mismo provocando un cambio drástico, tan enérgico como el que produce un golpe de estado armado mediante la papeleta del votante.
Cada vez se evidencia más: existe un Podemos solapado de cara a la calle y otro sin máscara en el que Pablo Iglesias da consignas de no hablar de dictadura de proletariado, porque en España hay que disfrazar la intención para no asustar a los electores potenciales. Quienes andan de puntillas procurando no despertar a la víctima dormida hasta asegurarse de que no pueda defenderse cuando se abalancen sobre ella, actúan como los estafadores cuando no como los criminales que ocultan una voluntad psicopática. Por el encubrimiento se inician muchos males y esto tiene toda la pinta de no ser nada bueno.
Se les ve el plumero cuando se violentan unos contra otros en sus propias asambleas. A la gresca, como era presumible, andan ya por ese Podemos que ambiciona nutrir, con la misma avidez de la casta que critican, a sus sectarios dirigentes. Muchos electores que cedieron confianza en las europeas poseen ya motivos para observar con perplejidad la naturaleza verdadera de lo que fue votado y el lider calla cuando se le descubren los trapos sucios que pretende denunciar de lo ajeno. Seguro que no le preocupa con esta sartén por el mango que le otorgaron las urnas. Hay que aprovecharlo.
Pablo Iglesias no aspira a ser un representante de un partido bisagra, no le basta, sino la puerta abierta al radicalismo de izquierdas impuesto mediante alianzas; aglomeradas en torno a la idea de un cambio de régimen en la línea de lo sucedido con el chavismo bolivariano. Nada descabellado por la predisposición de múltiples ambiciones aliadas que pueden contender ideológicamente con el PP, que no con el PSOE dispuesto a tomar el tren del oportunismo como el que se le brindó a Zapatero con los vagones explosionados del 11-M o el estratégico asesinato de Isaías Carrasco.
No hay inteligencia en la ideología ni pragmatismo en las propuestas. Iglesias aglutina el descontento bajo la premisa de una democracia bolivariana que representa un país a la deriva totalitarista. La intención es un «vence al sistema y después veremos». Mal asunto intentar acabar con cuarenta años de consenso sin saber cómo dirimir las problemáticas que nos preocupan a todos, al margen de ideologías o cambios drásticos de convivencia sociopolítica.
Podemos ha encontrado una manera muy sutil de imponer condiciones totalitarias por la voz del pueblo. Están tan confiados en lograrlo que hasta los necios hablan por los codos. Algún actor de ínfima talla moral parece vivir en una dimensión paralela del cretinismo más deleznable, cuando interviene en las charlas del partido sopesando las posibilidades y condiciones para una revolución armada en España. Demasiada e inadmisible permisividad.
Sucede que los delincuentes aprovechan la debilidad democrática para manifestarse con absoluta impunidad. Los mismos frente populistas que antaño justificaran el levantamiento en armas y que defienden como opción matar por imponer criterios políticos, se han camuflado con la sociedad que aborrecen para conseguir propósitos totalitaristas mediante la aprobación de las urnas. Así si se engaña a un pueblo se legitima todo lo que le venga después, por muy nefasta que sea la directriz que acabe con la economía de un país próspero. Mal augurio la alabanza a Venezuela o Argentina que son víctimas propiciatorias de esta revolución de lo mediocre por sufragio universal.
En otros tiempos los estruendosos disparos se cebaban con las víctimas para imponer la típica revolución bananera que empobrece la dignidad humana, siendo ahora efectiva la aceptación de la premisa democrática para alcanzar sigilosamente los mismos objetivos. Si cuela el mensaje populista, se legitima la revolución electoralista que otros consiguieron otrora por la fuerza.
El populismo es la misma lacra que siempre ha surgido ante el menor atisbo de debilitamiento en un sistema establecido, como el virus que ataca un cuerpo cuando éste se encuentra bajo de defensas. El inicio de la enfermedad española sigue apuntando a ese 11-M que se ha pretendido enterrar, cuando es imprescindible para entender los drásticos cambios que se han padecido de manera nada casual.
Se está alimentando un estrambótico germen que puede ser muy perjudicial en los próximos años. No prestar atención a este virus mutable puede ser letal para nuestras cuatro décadas de convivencias en libertad. Las dictaduras surgen del aglutinamiento de la idea en el subconsciente colectivo de un pueblo aborregado mediante la consigna política. Vamos camino de ello. La demagogia es a la democracia como la manipulación al totalitarismo, lastres de profundo carácter desintegrador, ambas parejamente destructivas por las inesperadas consecuencias que pretende la imposición ideológica al precio de lo que sea. No hay límites para el demagogo que logra socavar la inteligencia de un pueblo que sucumbe a la mentira y no hay peor dictadura que la consentida en las urnas y que justifica la destrucción de un pueblo por la voluntad de los ciudadanos.
El modus operandi revolucionario ha cambiado pero no el trasfondo de la intención. Antaño arengaban a las personas para que, enardecidas de ánimo pluralista, se lanzaran a las calles blandiendo puñales con el fin de imponer un régimen; hoy en día aquella violencia se ha convertido en una disimulada aceptación de los requisitos de la democracia para acabar con ella mediante el método de la implosión. Actualmente las antiguas luchas armadas se libran en las urnas, aprovechando el declive de un sistema desgastado. El objetivo es la disposición totalitaria, usando los instrumentos de la libertad para delimitarla de manera consentida.
Si un virus no se ataja, los daños terminan por convertirse en irreversibles. El problema español es que no hay médicos que puedan tratar esta transmutación virulenta siendo los mismos afectados los que pueden erradicar, por la prudencia del voto, los males que se avecinan. Mal asunto porque electoralmente, será por ignorancia o revanchismo absurdo de unos cuantos, la España pacífica de la Transición podría tender inevitablemente hacia el suicidio.