Comenzaba el milenio, y su vida. Todo el mundo lo observaba, lo fotografiaban. Uno que otro se atrevía a posar recostado en la pequeña barrera que lo delimitaba del común, que lo distinguía aún más. Sobre un pedestal se exhibía sin saber porqué. Era el acontecimiento del día en Santa Cruz de La Palma, él era el protagonista. Vestía de etiqueta. La ocasión lo ameritaba. Estaba trajeado de uniforme militar de gala, incluidas pajarita y zapatillas, así como un gran sombrero de navegante que hacía juego.
El artista plástico palmero Luis Morera lo presentaba como un sueño hecho realidad, como una de sus obras más emblemáticas. Así, en esa introducción conoció a su artífice y supo que era una obra de arte muy querida por quienes lo admiraban y retrataban en la Plaza de La Alameda, inmóvil, custodiado por una gran nave, un museo naval que llaman el «Barco de la Virgen».
Culminado el evento, apagados los flashes de las cámaras y al irse los visitantes que no dudaron en posar junto a él, que, por cierto, no dio descanso a la sonrisa que tiene desde entonces, pudo ver a su alrededor y tratar de resolver algunas inquietudes. ¿Quién era?, ¿de dónde venía?, ¿por qué estaba ahí solo, preso en una armazón de bronce? Pasó toda la noche pensando sobre su podio, detallando el hermoso quiosco de la plaza, blanco, inmaculado, con sus torneadas escaleras en espiral. Sabía que a su espalda tenía un gran barco porque lo escuchó de quienes asistieron a su presentación. Hasta llegó a pensar que quizás era el capitán de la nave, y que por eso lo habían dispuesto allí, tan cerca.
Durante la noche no siente frío. Aunque su cuerpo de bronce está helado, se siente cálido y vivo por dentro. Apenas se acostumbra a su vida «recién dada», a su rol protagónico en la plaza, donde apenas despunta el alba de su segundo día ya se aglomeran varias personas a conocerlo y detallarlo.
Él aprovecha los comentarios de los visitantes para descubrirse, para saber quién es en realidad y qué vino a hacer, y cree que no mucho, si ni puede moverse. Escucha que lo llaman «enano», otros lo llaman «danzante», y unos más lo catalogan de «ilustre emblema palmero». Al menos sabe que es importante y querido por muchos. Eso lo tranquiliza un poco, a pesar de la claustrofobia que llega a sentir a veces.
Cada noche unía cabos en la tranquilidad de aquella plaza. Enano, danzante, marinero, admirado y querido. Eso lo hacía sentir bien dentro de su soledad, que algunas noches era interrumpida por las olas del mar, que a pocos metros de él le susurraban historias de la isla, de las batallas de los corsarios en el Atlántico, de los indianos que se fueron y volvieron, de la Caldera de Taburiente y su barranco colmado de angustias, del queso palmero, el mojo canario y las papas arrugadas. Eso lo entretenía… y le provocaba, pero no le daba hambre, era de bronce. El cantar de los gallos que merodean por las cercanías del barranco de Las Nieves le interrumpían bien temprano el sueño. Las palomas, y una que otra graja, le llegaron a ensuciar su traje de gala, pero siempre había un rocío mañanero o alguno de sus cuidadores que le limpiara las gracias de sus no muy apreciados asiduos emplumados.
Así, entre historias relatadas por el vaivén de las olas, batallas estáticas con los plumíferos y conociéndose a través de sus visitantes, transcurrieron cinco años. Apenas comenzó el 2005, el pequeño almirante comenzó a sentirse distinto, más vivo que nunca, con más ganas de separarse de aquel «escenario» diminuto en el que ha estado parado desde su «nacimiento», y a percibir revelaciones de su historia que aún armaba.
Un día pudo oír que en la parte superior de su sombrero tenía inscrito el número uno. Eso le generó mucha curiosidad y nuevas preguntas. ¿El uno por ser el primero de qué o para qué? ¿Por ser el mejor en algo? ¿Existirían más como él? ¿El dos, el tres, el cuatro? Noche tras noche se le repetían las mismas interrogantes. Enero, febrero, marzo, abril, mayo, junio. Mes a mes se avivaba más su interior, sentía una fuerza en sus piernas que no podía controlar. Pero fue en junio cuando se tornó incontrolable, pensaba que rompería su armadura broncínea. Escuchaba a la gente hablar de los enanos, de la Virgen de Las Nieves y su bajada del templo en las fiestas lustrales. ¿Enanos? ¿En plural? ¿Para dónde bajará la Virgen de Las Nieves? Toda una locura de inquietud en su cabeza protegida por su sombrero gigante.
Durante una de esas hermosas noches de junio, estrelladas, típicas de La Palma, escuchó un susurro, pero no era del mar, ni de las aves; era una voz dulce de mujer. Nieves, su nombre, y este su mensaje: «Cuando baje de mi casa tú también podrás bajar de tu pedestal, y bailarás para mí junto a tus hermanos. Sabrás cuándo será ese día maravilloso».
El enano se sentía gigante, realmente se sentía el número uno, importante e impaciente por que llegara ese momento mágico. Un par de días después de la revelación, Santa Cruz amaneció colorida, de fiesta. El gran barco estaba activo, decorado y concurrido. Todo era alegría. Sabía que pronto sería su turno. Veía imágenes que se parecían a como lo describían sus «admiradores» pegadas en las paredes, en grandes pancartas, así como de Nieves, su protectora y confidente de aquella noche, hermosamente ataviada.
Nieves bajó de la mano de sus fieles, y un par de noches después, antes del amanecer, el navegante, durante su letargo nocturno, notó un hormigueo en sus piernas, intentó moverlas, perdió el equilibrio y cayó al suelo. Tras el fuerte golpe, que hasta le desencajó el sombrero, pudo ver por primera vez a su alrededor, vio su «tarima» desde abajo, vio al gran barco frente a frente. Se tocó sus ropas, que ya no eran de bronce, eran de telas coloridas y brillantes. Se sentía realmente vivo.
Durante la noche recorrió a hurtadillas la Calle Real de Santa Cruz, sentía miedo de que lo atraparan y lo pusieran de nuevo en su podio. Veía su reflejo en los cristales de las ventanas, aprovechó para vengarse de los gallos que siempre lo despertaban y los correteó por todo el barranco. Subió al barco que lo custodiaba y se creyó todo un guerrero de alta mar. Aprovechó aquella noche a todo dar.
Refugiado en el barco esperó el amanecer. Se asomó por una de las escotillas y vio a un grupo de gente transportando varios trajes similares al de él, así como grandes máscaras y sombreros que se parecían mucho a su rostro y a su sombrero. Pensó que era una buena manera de escudarse y pasar desapercibido. Así que decidió salir. Tamaña sorpresa se llevó al ser reprendido por andar «disfrazado» antes de la hora y por estar lejos del lugar donde debía estar. Eso fue lo que escuchó mientras lo tomaban violentamente por un brazo para meterlo en una gran casona donde, para su sorpresa, había varios imitadores de él alistándose en vísperas del gran momento. Pensó que a ese «momento» se refería Nieves aquella noche. Y llegó la hora de salir.
Un agite, gente salía y entraba, muchachos entraban con un traje y en segundos se convertían en él, todos eran él, todos tenían número en su sombrero, todos calentaban como si fuesen a una batalla. ¡Confusión! Otro enano tenía su número uno en el sombrero, pero él sabía que era el original y luchó su puesto. Pues iba a ser un desfile atípico, con dos números uno. Por la algarabía se quedaron los dos en la formación, pero él era el primer número uno, el que comandaba la línea. Listos, en fila, y afuera los recibe una multitud, su cuerpo se mueve solo como si supiera qué hacer de toda la vida. No controla sus piernas, se crece, es más grande que aquel enano de bronce y se hace líder del grupo. Es el mejor, el número uno de verdad. En pocos minutos se entera de que a eso había venido hace cinco años. Nieves lo observa a lo lejos, desde lo alto, radiante, y la siente en sus oídos. Venciendo el bullicio le susurra: «Vive el ahora, baila todo el día, alegra a tu gente, cólmalos de felicidad, tanta, que le dure cinco años más. Al anochecer vuelve a tu hogar, donde enaltecerás las tradiciones de tu isla y serás reflejo de su cultura, durante cinco años más, hasta que vuelvas a bailar para todos».
Y así fue, el marinero número uno demostró el porqué de ese uno. Por fin supo la razón de haber nacido hace cinco años atrás en aquella plaza, donde lo admiran a diario. Agotado, ya de madrugada, pero todavía bailando y sonriente, se dirigió a su aposento, donde una silueta de su imagen había quedado como para camuflar su ausencia, seguro obra de Nieves.
El danzante se subió haciendo un esfuerzo por el peso del bronce que poco a poco cubría su vestimenta, cruzó sus piernas y recogió sus brazos, se enderezó el sombrero y peinó su estilizada y diminuta barba, todo esto para tomar la misma pose y apariencia que tenía antes de caer al suelo la noche anterior. Respiró profundo, plantó su mejor sonrisa, de esas de satisfacción, de gratitud, y cayó rendido del agotamiento. Ya tendrá tiempo de descanso para su próxima danza. Cinco años.