Cualquier estudioso del gran filósofo Ortega y Gasset tiene que admitir una debilidad, una íntima contradicción que recorre su obra como una constante. Ésta consiste en partir de una concepción total, abarcadora, sistemática de la filosofía y, sin embargo, haberse pasado la vida (una vida accidentada desde el punto de vista vital y político, en un contexto histórico también ciertamente complejo) dejando retazos, fragmentos, trozos incompletos de su pensamiento, sin tener ocasión ni sosiego de elaborar un tratado abarcador y definitivo, como parece que era su intención. Esta carencia es una espina que Ortega siempre tendrá clavada. Hasta en sus últimos años no puede disimular cierta decepción por esto. “Dificultades insuperables -escribe a su amigo el filólogo alemán E. R. Curtius- que conocerá usted cuando entre más en la vida española (…) me han impedido lograr una producción normal”. Y esto que Ortega llama una producción normal es la elaboración de un tratado preciso que expusiera el sistema filosófico que llevaba dentro. Oigamos otra queja: “En realidad, mi situación es enojosa; porque hace cuatro años que debían estar fuera de mí las dos grandes masas de pensamiento que representan mis dos títulos El hombre y la gente y Aurora de la razón histórica. Son todo un sistema filosófico que me hierve dentro, resultado de toda mi vida, que está ahí, dentro de mí, presto en todos sus detalles”. Hay que tener en cuenta que esta carta es de 1937, y que Ortega contaba a la sazón 54 años. Sus inquietudes no son, precisamente, las prisas de un principiante.
La clave (o una de ellas) hay que buscarla en sus circunstancias biográficas e históricas, de forma especial, en la circunstancia española, en el tan traído y llevado “problema español”, la “anomalía histórica de España”, de la que Ortega es uno de los máximos exponentes y, de alguna manera, uno de los mayores perjudicados. A este respecto, un texto esclarecedor es Prólogo para alemanes. En este libro (llamarle libro es una forma de hablar; su título indica su origen), que tiene mucho de contenido autobiográfico, se ve a un Ortega, que recuerda sus jóvenes años de estudiante en Marburgo, donde ya tiene claro que “mi destino individual se me aparecía y sigue apareciéndome como inseparable del destino de mi pueblo”. Esto lo lleva a una vertiginosa participación directa en la vida pública española: periodismo, editorial, la cátedra, empresas culturales diversas, incluso la política, de la que, como suele ocurrir a los intelectuales de todos los tiempos, saldrá escarmentado.
Ortega es un convencido, como sus contemporáneos, como sus antecesores del 98 y como sus continuadores de las siguientes generaciones, de lo que se ha llamado “la anomalía histórica española”. Si esta idea es un mito (como más de uno cree) largamente alimentado por generaciones de intelectuales quejumbrosos, o si corresponde a datos reales, es un tema que no corresponde dilucidar aquí. Lo que sí es cierto es que Ortega se deja llevar tempranamente por esta pasión; y esta desazón española, este “me duele España” que decía su maestro Unamuno, no le va abandonar ya nunca en su larga andadura intelectual.
De no haber sido así, quizá hubiese tenido tiempo y sosiego para escribir esa Aurora de la razón histórica por la que suspiraba. Pero no podía ser así. Si hubiese sido un filósofo sosegado y distante, dedicado a esculpir pausadamente su sistema (Kant, Spinoza, Zubiri) no hubiese sido él mismo. El filósofo de la circunstancia se tenía que dejar llevar por ella, si no quería que su vida fuese una falsificación. Termino con esta cita que expresa bien su pasión española, que en él es pasión intelectual, pero también congoja personal: ¿Dónde está -decidme- una palabra clara, una sola palabra radiante que pueda satisfacer a un corazón honrado, a una mente delicada, una palabra que alumbre el destino de España?”.