MONARQUÍA 1/3
EL REY SE MUERE
22/10/2018
A primera vista “El rey se muere”, de Eugéne Ionesco, se muestra como el más grande y contundente poema dramático escrito sobre el propio morir. La escritura de Ionesco bebe en el surrealismo y sus fuentes oníricas, tornándose más poemática que dramática, abriendo cauces inesperados a la percepción de lo real, a la libre capacidad asociativa del espectador.
Desde las primeras lecturas sentí que la increíble densidad de las situaciones que vive el “rey muriente” tenía más acentos de sueño que de vigilia. Y traté de “soñar” la partitura más cerca del hombre contemporáneo que de la fantasía gótica que, de salida, propone Ionesco.
Nuestro Berenguer, herido de muerte su corazón, vive su morir soñándose monarca de un reino de pacotilla, roído por la desidia y el desastre ecológico y humano, entre melodías triviales, voces de grandes almacenes y recuerdos de consumo ilimitado. Berenguer es, hasta casi el final, presa del ego más terrible, y sólo la ayuda de Margarita le facilitará la aceptación y el desapego.
Tal vez podría encontrarse una posibilidad de paz, entendiendo que atacar o destruir al otro, a los otros, no es sino una expresión de nuestro miedo a la desaparición, a ser destruidos. Quizás la reflexión sobre nuestra propia muerte aliviara la tendencia destructora hacia nuestro alrededor. El extraordinario valor del texto de Ionesco como reflexión sobre el morir, alcanza a la generalidad, a la humanidad del siglo XXI, cosida de miedos y apegos.
Y lo que el público quizás pueda ver con su mirada interior, en este espectáculo del Teatro de La Abadía, sea la lucha del ego de Berenguer, cualquiera de nosotros, que se defiende y cornea cual rinoceronte alado, tratando de esquivar el acoso implacable de la Reina Margarita; un San Jorge femenino, vestido por Balenciaga que, con secreto amor, no le dará cuartel hasta el final. Un cuento necesario.
Por José Luis Gómez
UNA ABSTRACCIÓN SUBJETIVA
Hace tiempo en dos ocasiones tuve la oportunidad de ver “El rey se muere”, de Eugéne Ionesco. La primera vez en el contexto político de la dictadura y la segunda en tiempos de la democracia coronada. Pero repasando los programas que conservo como espectador de las obras de teatro a las cuales he asistido, tropecé con esta sinopsis que el gran director José Luis Gómez hizo sobre esta obra. Me pareció una abstracción, al menos yo así lo percibo. Donde el tema de la muerte del rey no es el argumento central, sino la decadencia de una institución, entronizada por intereses en los destinos de un pueblo. Pero que, al llegar la consumación de los siglos, el propio sistema rechaza por obsoleta y decadente. Cada cual puede hacer su propia conjetura y vivir a su manera esta peripecia dentro de la misma farsa. Aquí lo que menos importa es que el rey se muera o no, es la monarquía lo que debe de ser capaz de mutar o desaparecer.
Supongamos que sea verdad que la España democrática fue salvada de las garras del franquismo golpista por la ínclita personalidad del Rey. Aceptemos en aras del consenso que la monarquía ha cumplido su función constitucional de árbitro y representatividad del Estado de Derecho. Aceptemos, también, que la Nación que se pretendía crear después de un golpe de estado, una aguerra civil y una dictadura, la institución monárquica hubiera supuesto un anacronismo transitorio. Provisionalidad aceptada como un mal menor y en absoluto estrictamente necesario y mucho menos imprescindible. La coyuntura que además fue consumada con un consenso democrático, perdura más de siete lustros. Sin embargo, hoy la institución monárquica no responde al espíritu de la Constitución. Por desidia de los gobernantes, por intereses de algunos partidos o por desubicación de los tiempos que corren, el pueblo se ha distanciado de la Corona. El Rey y su familia han tenido demasiados aduladores, malos consejeros y compañías nada recomendables. La Casa del Rey se ha dejado blindar por la opacidad y ausencia de crítica por parte de los políticos y los medios de comunicación; abusando de la llamada inviolabilidad constitucional. Los miembros de la Familia Real, como institución, no han estado a la altura de las circunstancias actuales. Han estado fuera de lugar en el siglo XXI. Una institución milenaria entroncada en una Europa democrática, no encaja en el concierto de las naciones modernas. Mientras en la República la Jefatura del Estado está encarnada en una persona, en una monarquía la misma institución, la máxima magistratura del país, lo integra una familia entera y numerosa en la mayoría de los casos. Donde la conducta de todos y cada uno de sus miembros, aunque en diferente grado, afecta a la más Alta Institución. No se trata de, “a Rey muerto Rey puesto”, ni tampoco “el Rey ha muerto viva el Rey” y mucho menos “Dios salve al Rey”. Se trata de que la institución persista sin traumas, y lo más importante que sea elegida por el pueblo.
Por Pedro Taracena