En ocasiones me cuesta respirar. Será la llegada anticipada de la alergia a los dichosos plataneros –gran elección la de plantarlos por doquier en las ciudades—, también puede que sea la contaminación la que me asfixie a ratos o simplemente la angustia que me invade cuando hago un repaso al mundo. No sé por qué me empeño en intentar escanear la situación, ya que sólo obtengo fotografías en blanco y negro complicadas de interpretar. Qué fácil parece diagnosticar los grandes males de la sociedad y qué inconcebible resulta ver su curación. Vislumbrando entre sombras, más que entre luces, una verdadera conciencia de la justicia, redescubro el término “utopía”.
Hoy en concreto, lo que me impide coger una bocanada de aire sin sentir náuseas es la violencia. Ese repugnante “acto” que se me antoja tan innecesario como presente está en nuestras calles. El odio se oculta en muchos seres que lo disimulan bien en algunos ámbitos de su vida, pero al final la fiera siempre quiere salir a pasear. ¿Cómo el salvajismo se puede tolerar, justificar o directamente puede convivir con la educación, la dignidad y el sentido común? ¿Acaso los que se creen valientes por atacar cruelmente a otros –probablemente en desventaja- no saben que hay deportes olímpicos en los que podrían demostrar su superioridad? Ridícula, ancestral y repudiada es cada pelea. No es necesario ningún gran motivo, basta con discrepar en algún insignificante detalle para iniciar una batalla campal. ¿Cómo podemos seguir esperando un gran avance mientras unos se cargan de armas para herir a otros en cualquier oportunidad que se presente?
Es intolerable que alguien se crea con más derecho que otro para asestarle una puñalada, sin pestañear, por pertenecer a otra religión, tener otra orientación sexual, poseer rasgos diferentes o simplemente para marcar territorio. La ignorancia se paga cara, pero el precio lo abonan los del lado equivocado. Lo sufren quienes respetan y sólo quieren ser respetados.
Aquellos que “por si acaso” llevan navajas cuando salen de fiesta no buscan risas cómplices entre amigos o compartir confidencias, ni siquiera mover las caderas al son de ‘La gozadera’. Esas personas enturbian, ensucian y generan un miedo que, de otro modo, no tendría cabida en una sociedad educada y tolerante.