La izquierda radical en España tiene su justificación última en una falacia que, dicha en forma silogística, es la siguiente: a) el franquismo era una dictadura, b) la dictadura no es democrática, c) nosotros somos antifranquistas, ergo, d) nosotros somos demócratas. Nada puede objetarse a las premisas a), b) y c); pero el corolario d) es falaz. Cualquier alumno de Filosofía en bachillerato comprende que este argumento rompe un sencillo principio: una desigualdad (A no es B) no conlleva una complementariedad (A es lo contrario de B). Si el franquismo no es democrático, esto no significa que todo el antifranquismo se transustancie en demócrata. Esto convertiría en demócratas a Carrillo, a la Pasionaria, a Enrique Líster o a Josu Ternera, todos ellos (y ella) amigos del pluralismo y la tolerancia, como bien indican sus biografías.
La izquierda radical ha vivido del antifranquismo como legitimación democrática desde 1975. Éste ha sido su máximo sustento ideológico su arma arrojadiza favorita: basta con acusar a alguien de franquista, para enviarlo a las tinieblas exteriores e inhabilitarlo para el debate.
Si el franquismo murió (ideológicamente) en 1975, el antifranquismo sigue vivo, ajeno al desaliento, luchando contra ese enemigo virtual.
Si alguna vez logran sacar los restos de Franco del Valle de los Caídos (propuesta a la que cualquier día se unen el PP y Ciudadanos), deberían aprovecharlos para hacer un túmulo, como es de Felipe II del que habla Cervantes, para así pagar la deuda contraída durante más de 4 décadas.
Porque, desde 1975 hasta hoy, han sacado al franquismo 42 años de provecho. Más que los que sacó Franco al contubernio judeo-masónico.