Hace unos meses saltó a los medios y las redes el caso del grupo de guardias civiles y policías que cambiaron legalmente su género, pasando a ser, a efectos legales, mujeres. Esto ocurrió sin que hubiera un aparente cambio en sus estilos de vida ni en sus aspectos ni siquiera en sus nombres.
Lo que parece anécdota y típico tema de tertulias televisivas, es, sin embargo, un caso que plantea graves cuestiones. Graves, en el presente, pero, sobre todo, en un futuro que cada vez vemos más inmediato.
La primera cuestión que queda planteada (o el primer nivel en el que podemos considerar el fenómeno) es la jurídica. Se trata de un caso que lleva al extremo el llamado Positivismo Jurídico, opuesto al Iusnaturalismo. Esta conducta es posible porque la ley lo permite. La justificación de la ley es la ley misma, sin que sea necesario un elemento extrajurídico en el que apoyarse. Así el sistema jurídico es plenamente formal: si los requisitos exigidos para su generación se han cumplido, la norma es legal y cualquiera puede acogerse a ella.
Hay un segundo aspecto en esta cuestión que es el moral. La conducta humana deja de esta sometida a una normas morales o, en su caso, religiosas, para ser fruto de una libertad sin límites (sin otro límite que la libertad de los otros, como dice el tópico). La libertad aquí la concebimos, en su sentido más primario, como capacidad de hacer lo que deseo. Esta capacidad no sujeta a normas o valores, no limitada por ninguna cortapisa, ajena a objetivos, incapacitada para la renuncia y al autocontrol, se convierte en una especie de fuerza ciega que actúa en el vacío. Es la voluntad de cada uno el supremo (el único) criterio que rige la conducta humana. El deseo crea el derecho. La voluntad de una persona puede elegir el género. ¿Por qué no? Si no hay una Ley Natural, externa a nosotros, que lo determina, ¿qué obstáculo hay para que el deseo juegue el papel de la Ley Natural?
Y hay un tercer aspecto, que normalmente se olvida, el político. En una comunidad en la que el deseo rige la norma, se produce un enorme vacío, que termina produciendo cierto vértigo. Todo en el universo, especialmente el hombre, sufre el horror vacui. ¿Quién termina llenando este vacío, asumiendo este papel? Pues no puede ser otro que el Estado y, en última instancia, el Poder y la ideología y valores que éste fomenta. El Poder termina determinando la Ley Natural. El hombre, huérfano de certezas, no ya religiosas, sino morales, de costumbres, de convenciones, vuelve su mirada a lo único cierto, que puede servirle de asidero en este mar proceloso de incertidumbre: el Estado. Éste le dirá lo que tiene que hacer, pensar y sentir. Lo que parece la absoluta libertad se convierte, así, en totalitarismo.
El Estado moderno, desde su nacimiento, no ha hecho sino crecer y aumentar su campo de acción. Pocos y recónditos son los rincones donde no llegan sus tentáculos. En esta situación de relativismo (pluralidad de verdades, de valores, de opciones) que deriva en nihilismo (no hay verdad, no hay Ley Natural), él ocupa este espacio vacante. Estado y Verdad se convierten en sinónimos.