La literatura es un premio. Algunas personas tienen la suerte de conocer a otras que son, por todo lo vivido, un buen personaje de novela. Y esas vidas hay que contarlas. ¿Quién puede resistirse a no escribir las aventuras que le suceden a un hombre en una isla desierta? Los libros llevan años demostrando que un islote es un escenario narrativo privilegiado.
Solo hace falta echar la vista atrás en la historia de la literatura para confirmar esta hipótesis. ‘Los viajes de Gulliver’, de Jonathan Swift; ‘Robinson Crusoe’, de Daniel Defoe; ‘La isla del tesoro’, de Stevenson; ‘Utopía’, de Tomás Moro; ‘El señor de las moscas‘, de William Golding… Una isla es, digan lo que digan, un polo de atracción narrativo. Y si a ella se une un naufragio, es inútil luchar contra la fuerza creativa que ofrecen esos dos escenarios. Son auténticas instituciones literarias.
Lugar ¿idílico?
Para llegar a esa conclusión solo hace falta pensar en las islas del »Conde de Montecristo‘, de ‘Los Miserables’ o de la Ítaca de Ulises donde Homero hizo una novela para que empezase todo. Junto a estos clásicos, hay una aventura más, otro episodio que maravilla e intriga. Es la historia de Thomas Bell. La escritora Lydia Syson, descendiente lejana de este nuevo personaje, acaba de publicar un libro titulado ‘Mr. Peacock’s Possessions’. En él recrea la historia de Bell, un hombre que pasó, junto a su esposa e hijos, 30 años de su vida recluido en una isla desierta. Así, en un paisaje agosteño y repleto de esencias aromáticas y costas erizadas, vivió esta familia.
¿Por qué? Porque él también tenía una vida para contar. Syson narra en las páginas del libro la carambola vital de Thomas que comenzó en 1854 cuando, a sus 16 años, abandonó el condado de Yorkshire, en Reino Unido, para viajar hasta Nueva Zelanda. Allí conoció a su esposa Federica y al hombre que, en medio de un engaño, convenció al matrimonio para viajar a la Isla de Raoul, conocida como Sunday Island y situada en el Pacífico junto al archipiélago de Kermade.
Traicionados
Creyendo, como les habían contado, que iban a encontrar una isla fértil para cultivar cualquier cosa y producir una desorbitada fortuna en poco tiempo, los Bell viajaron por primera vez a la isla en el 1878. Lo hicieron en la goleta del capitán Mckenzie, un traidor según relata Syson, que aceptó a llevarlos para que echaran un vistazo al terreno y pudieran decidir si les convenía quedarse. Al llegar allí se encontraron con una isla pobre, desierta y sin posibilidad de cultivo.
Pagaron al capitán para que regresara a por ellos, pero este nunca volvió. Tenían solo unas provisiones que les habían vendido y que, además, estaban podridas. Menudo sainete. Sobrevivieron durante meses a base de naranjas, peces y raíces. Construyeron una vivienda que apenas se sostenía en la bahía de Denham y soportaron poco menos que las siete plagas de la Biblia. Ratas, insectos, tormentas inaguantables… Ocho meses después de su llegada a la isla, unballenero estadounidense, alertado por las señales de humo que venían de la costa, trató de rescatarlos, pero el intento fue inútil. No había espacio para todos en el barco.
Golpe de suerte
Pasaron dos años hasta que los Bell, que para entonces ya habían tenido dos hijas, recibieron la visita de una nueva embarcación.Thomas dejó en la isla a su esposa y su hijas para embarcarse en esta especie de salvavidas y volvió días después con suministros como tanques de hierro, madera, semillas, ropa y… cinco trabajadores. Sí, empleados. Fue un golpe de suerte. Empezaba así un negocio de cultivo de plantas comestibles. La fortuna cambió para bien y, en los años siguientes, Thomas y Federica tuvieron cuatro hijos más y cultivaron una amplísima variedad de frutos: papaya, guayaba, chirimoya, granada, caña de azúcar, plátanos y hasta café.
La familia, el negocio y su instinto de supervivencia comenzó a hacerse famoso y muchos barcos pesqueros y balleneros comenzaron a frecuentar la isla que era ya un mercado de productos exquisitos. No podían pedir nada más: una isla entera para ellos, familia y un buen negocio. Pero llegó el germen y el mal que todo lo destruye: la guerra. Y no una cualquiera. La Primera Guerra Mundial había comenzado y los Bell, ante las amenazas y las bombas que los alemanes lanzaron contra el Pacífico, abandonaron la isla el 4 de julio de 1914 para volver a sus orígenes: a Nueva Zelanda.
Lo que sigue ya es otra historia, otro capítulo en el mapa de la felicidad de esta familia que, como los náufragos, renació de las aguas y volvió a escribir otra página en blanco a base de fuerza vital, de principio de vida y de todo lo que puede mantener vivo a un hombre: el inagotable e inexplicable instinto de supervivencia humana.