Paul Valery (1871-1945) es el representante de un intelectualismo riguroso, elegante y refinado, que quizá hunda sus raíces en el racionalismo cartesiano y que, en él, tiene su culmen. Signo de una Europa de la Razón y la Belleza que, luego, parece convertirse en un espejismo con las dos grandes guerras.
Su poesía es escasa, pero condensada intelectualmente hasta extremos máximos. Sus ensayos abordan multitud de temas -estéticos, políticos, morales, literarios- desde una perspectiva rigurosa, racionalista, dejando poco o ningún margen al aspecto religioso -o meramente trascendental- de la condición humana.
Pero su obra publicada (en ocasiones, por iniciativa de amigos o editores, ya que su extraordinaria autoexigencia le hacía ser remiso a la publicación) es la punta del iceberg de una producción más amplia y que apenas salió a la luz durante su vida. Durante más de 50 años aprovechó las horas solitarias del alba para escribir, de una forma asistemática, como una especie de diario intelectual, una serie de anotaciones e ideas que iba recogiendo en unos cuadernos. Este material ingente póstumamente se ha recuperado y editado: Los Cuadernos de madrugada, que forman un abigarrado conjunto de más de 25.000 páginas en el original.
Todos los temas asoman aquí. También la religión y la espiritualidad, pero vistas desde una perspectiva racionalista y escéptica, a veces agudamente hiriente con el sentimiento cristiano de la vida. Tomo unos cuantos ejemplos, que podrían ampliarse:
Una religión proporciona a los hombres palabras, actos, gestos, pensamientos para aquellas circunstancias en que no saben qué decir, qué hacer, qué imagina.
No es preciso atacar a los otros, sino a sus dioses. Hay que abatir los dioses del enemigo…
Pues si el yo resulta odioso, amar al prójimo como a sí mismo se convierte en una atroz ironía.
… el perdón no es nunca auténtico. Ninguna cosa puede abolir el dolor actual .Quien en tal estado perdona simula ser lo que aún no es. Se trata de una noble comedia.
No es por caridad por lo que es preciso amar a los propios enemigos: es por la libre movilidad de uno mismo y para distorsionar la naturaleza (…) en el amor a los enemigos existe una cierta dosis de menosprecio.
El ángel sólo se diferencia del demonio por una reflexión que todavía no se le ha planteado.
Los espiritistas, con sus mesas y sus alfabetos, tienen el inmenso mérito de traducir de manera precisa y brutal lo que los espiritualistas, los dotados de alma, se ocultan a sí mismos bajo una cortina de palabras, de metáforas y de expresiones ambiguas.
A pesar de su imagen de hombre en el que el aspecto racional puede al sentimental, en la última etapa de su vida vivió un romance con la escritora y abogada Jeanne Loviton, 30 años más joven que él. Jeanne abandona al maduro y prestigioso hombre de letras, para casarse con el editor Robert Denoël. Parece que este revés sentimental hunde a Valery en un pozo de triteza y muere a los pocos meses, a los 73 años.
Las últimas palabras que escribió este gigante del intelectualismo que, sin embargo, pareció toda su vida inmune a la Gracia son sorprendentes y contradicen toda su obra, o, al menos, apuntan a una nueva dimensión que antes nunca ha habitado:
Todas las ocasiones de errar -peor aun- todas las ocasiones del mal gusto, la facilidad y la vulgaridad, se dan en el que odia.
Y después esta frase:
La palabra ‘amor’ no se siente como asociada al nombre de Dios más que después de Cristo.
En la primera frase tenemos al esteta (el mal gusto es peor que el error) y al intelectual riguroso (la facilidad como valor negativo). Hay algo en el odio que lo hacer rechazable. Por lo tanto, lo contrario al odio, el amor, debe ser algo encomiable. La idea del amor y de Dios, idea suprema de trascendencia, convergen, se encuentran en un espacio: Cristo. Valery apunta ahí con su mirada de lince sagaz, ejercitada en la meditación durante largos años. De su rechazo del odio, rechazo de esteta escandalizado, pasa a su valoración de ese ser en el que el amor se sublima hasta el infinito.
El gran intelectual católico francés Jean Guitton cuenta que vio este escrito en una exposición sobre Valery en la Biblioteca Nacional francesa. Dice que este documento estaba escrito a lápiz, con una escritura inclinada y ligeramente temblorosa. Un dato curioso: en la segunda frase, a partir de la palabra Dios, el escritor cambia de lápiz y escribe con un color azul pálido, sus últimas palabras: más que después de Cristo.
Después de tantos años y tantas páginas buscando la forma (el «cómo», no el por qué»), su último esfuerzo intelectual atisba un horizonte más allá de lo formal y lo racional.
La Belleza, que él tanto cultivó, conduce al Bien; y del Bien a la Verdad no hay más que un paso. ¿Lo dio Valery, en secreto, en su último instante?