Si paro en un semáforo en rojo o procuro pagar mis impuestos puede ser a causa de una conciencia cívica adecuada, pero, en última instancia, si mi flaca condición humana cede a la tentación o se inclina al mal, quien me convence de verdad es la posible multa o la sanción. No está el policía o el inspector de hacienda tras de mí, pero su “posibilidad” (violencia latente o virtual, que en un momento dado puede hacerse efectiva) me convence. Este sencillo ejemplo quiere decir que no hay orden social, sistema político, organización del Estado, sin violencia (real o posible), como bien explica Álvaro d’Ors en el libro cuyo título copio para este artículo. Y aquí, por supuesto, el sistema democrático no es una excepción,
Se equivoca quien identifica lo democrático con la antítesis de lo violento. Se habla con frecuencia de “procedimientos democráticos”, para oponerlos a los procedimientos que suponen brutalidad y/o arbitrariedad. Hemos oído muchas veces, hablando del terrorismo en el País Vasco, oponer los “demócratas” a los “violentos”.
El error parte del olvido de que la antinomia democrático /no democrático pertenece al ámbito político y la oposición violento/pacífico (que no pacifista, que también es un concepto político) es de índole moral. Así, la democracia se convierte en lo contrario de la violencia, de la inmoralidad de la mentira; se erige en una especie de super-valor, en un valor de valores. Esto hace que nuestra vicepresidenta del gobierno sienta “vergüenza democrática” ante no sé qué hecho; o que sea frecuente oír expresiones como “decencia democrática” o “higiene democrática”. Todo esto está bien como retórica y es muy políticamente correcto, pero la verdad es que la democracia, como cualquier otra organización del Estado es inseparable de la violencia. Una violencia que tiene una amplia y diversa gama de realizaciones: desde una pequeña multa a una estancia en la cárcel, desde el mamporro de una de una porra de goma a la realización de un trabajo para la comunidad, desde (en algunos lugares) la lapidación o la horca a la silla eléctrica.
Esto ha sido así a lo largo de la historia. En el Estado moderno (la idea tantas veces citada de Max Weber) es el mismo Estado quien tiene el monopolio de este medio: monopolio legítimo en la medida en que se somete a las exigencias del formalismo democrático y defiende intereses generales.
Dicho como si fuese uno de los “escolios” de mi admirado Gómez Dávila: no hay orden sin violencia, aunque (por desgracia) pueda haber violencia sin orden.