El cambio del lenguaje —sobre todo del que nos llega por los medios de comunicación y las redes sociales— es importante porque indica cambios en la mentalidad y en las actitudes. Antes —un antes indeterminado, pongamos hace varias décadas— se hablaba de verano caluroso, hoy se habla de la llegada de una peligrosa ola de calor, ante la que está todo el mundo alerta como ante la llegada de un huracán. Lo que era antes el frío del invierno, ahora es una ola de frío, cuyo anuncio se acompaña de la noticia de los lugares más fríos en las horas más frías, con imágenes de hielos polares que aquí sólo hemos visto en las películas. Parece que ahora las sequías son más secas que nunca y las lluvias más torrenciales y aparatosas que en otros momentos de la historia. Ante cualquier cambio (meteorológico, social, cultural) hay una palabra emblemática: estado de alerta. Lo meteorológico es sólo un ejemplo que puede ampliarse a otros campos de la vida humana.
Se nos está animando siempre a tomar precauciones: ante los robos, ante los alimentos, ante los microbios, ante los demás. Se intenta conseguir una seguridad total que no existe y se nos pone en un estado de alarma y miedo, que sí es muy real.
Sin embargo, se olvida que la vida tiene una componente de riesgo, de inseguridad que no puede soslayarse. El riesgo es una consecuencia de nuestra condición de seres libres. No es una cuestión de moda, cultura o mentalidad. Es algo inherente a nuestra naturaleza de seres que viven en el mundo. La seguridad total es una utopía que (como todas las conocidas hasta ahora) da un poco de miedo; pero, si existiera, sería paralizante.
En el mundo de la economía, de la iniciativa social o cultural, del arte, de las relaciones personales no hay acción sin creación y no hay creación sin riesgo.
Lo que requiere nuestra condición de seres sujetos a lo inseguro e imprevisible es un riesgo inteligente.