Nos hicieron creer que el progreso está en el cemento, que el cemento es el progreso. Nos hicieron creer que la industrialización es la prosperidad de las sociedades. Que para industrializar se tiene que deforestar despiadadamente y acabar con pueblos enteros: robándoles el agua, la tierra, la comida y cualquier medio vital de subsistencia. Esos pueblos, nos dijeron: no importan y que si se resisten hay que acabar con ellos a represión pura, por eso los genocidios que enlutan la memoria colectiva.
Nos dijeron que la civilización es un concepto necesario para la sobrevivencia de la humanidad, que nosotros los dóciles somos esos seres civilizados: en cambio los que se resisten a la imposición no. Los Pueblos Originarios y la plebe deben ser el enemigo a vencer. Nos dijeron también que en esa humanidad que conformamos solo caben los escogidos y que es exclusiva porque está conformada por la crema y nata. El suero debe ser desechado.
Para eso utilizaron un colador al que llamaron educación superior y a la que saturaron de clasismo, racismo, homofobia, patriarcado, misoginia, dogma, doble moral, estereotipos e insensibilidad. La cimentaron en la desmemoria. Nos sacaron de la savia del suero y nos hicieron creer que somos la crema y nata. Sí, a nosotros los sumisos.
Nos hicieron memorizar que un título de universidad nos separa de la manada y nos vuelve únicos y laureados: inalcanzables. Nos hicieron olvidar nuestro origen. Y memorizamos que no somos más plebe y que al contrario: somos los exclusivos licenciados, doctores, arquitectos, catedráticos, periodistas, empresarios en una jerarquía a la que jamás podrá acceder la muchedumbre. Nos hicieron creer que somos la crema y nata de aquel bagazo vuelto suero. Bagazo, le llamaron a la savia de nuestro origen y durante siglos lo hemos permitido y acuñado; nos hemos convertido en los cómplices laureados solapadores del abuso.
Con un título de universidad la crema y nata puede explotar a su propia clase, puede explotar a la muchedumbre de donde viene. Y la reprodujeron y la amontonaron sobre el pavimento en urbes que fueron creadas para su reclusión. Un centro de encarcelamiento masivo con apariencia de progreso, éxito, triunfo y estabilidad económica.
Y nos hemos creído celebridades: intocables e inmortales. Y pronto comenzamos a ser parte de la represión a la plebe que se resiste. Con nuestra pasividad de vasallos mientras nos distraemos pintando nuestras cárceles y llenando nuestras mazmorras de muebles, zapatos, bastedades de comida, aperchando títulos y diplomas para vivir de las apariencias necesarias de los seres exitosos.
Y aprobamos las mineras desapareciendo con esto a poblados enteros, lejanos a la urbe porque queríamos tener joyas dentro de nuestras cárceles para lucirlas entre los prisioneros y competir entre nosotros a ver quién es capaz de acumular más. Porque de eso se trata: de una competencia de acumulación de todo lo innecesario para vivir: el consumismo como extensión del capitalismo. Somos esa vena neoliberal y fascista de la destrucción masiva. Sí, tan fascistas como el que da la orden y el que aprieta el gatillo.
Afuera, en las lejanías de la urbe bañada de cemento, de la cárcel con aspecto de progreso, están los pueblos en resistencia luchando por su libertad, sin darse por vencidos, defiendo su identidad y su origen milenario. Defendiendo su derecho a la tierra, a la alimentación y a una vida en libertad. A pesar de que con nuestra aprobación y silencio de insensibilidad y dogma desde la comodidad de la crema y nata se implementaron dictaduras buscando exterminarlos en desapariciones forzadas, torturas y genocidios que aprobamos con la frialdad de los traidores a conveniencia. Y muy a nuestra conveniencia también, muchos de nosotros pretendemos desconocer para no meternos en problemas, problemas del tamaño de perder contactos que nos pueden servir de escalón.
Y como una dosis de dignidad y memoria la savia de nuestro origen nos sigue dignificando muy a nuestro pesar. Los “incivilizados” los que no conocen “el progreso,” los libres, salvajes y bravíos siguen luchando por nosotros aun con nosotros mismos en contra. Saben que son la savia del suero del que estamos hechos aunque nos creamos crema y nata.
Los que no conocen de la afamada “civilización” y que no conocen de cárceles de cemento y de competencias por la inmortalidad; conocen del campo, del aire puro, de la frescura de los ríos, de la fertilidad de la tierra, del canto del búho, del viento antes de llover.
Los “incivilizados” conocen de las hierbas que curan la nostalgia del alma, el abrazo hermano, la mirada que abraza, la voz que acaricia, la solidaridad que cobija. Saben de la unidad, de compartir, de la dignidad, de la honra. De la identidad. Conocen del respeto al ser superior que es la tierra y sus frutos. Conocen de la importancia del sol y la lluvia. De lo indispensable que son los océanos y los ríos, como la abejas. Saben que todo en este universo está entretejido y está ahí por una razón fundamental para la existencia de los ecosistemas y la sobrevivencia de todas las creaturas que lo conforman, ninguna con superioridad ante la otra.
Eso no lo enseñan en la universidad porque entonces formarían seres pensantes que analizarían y cuestionarían las imposiciones y el engaño de quienes durante siglos les han hecho creer que son la crema y nata. Nos descubriríamos marionetas. Cuñas. Fuertes murallas de vidas humanas adoctrinadas para la traición. Sabríamos que el cemento no es superior al musgo de las montañas ni a las hojas de los guayabos. Sabríamos entonces que el oro y los diamantes no son más importantes que el agua y la vida de las personas.
Sabríamos que los que subsisten somos nosotros, dentro de una enorme cárcel y que respondemos a patrones previamente estudiados para nuestro condicionamiento y nuestra reacción dogmática e insensible ante al abuso, mismo al que somos sometidos sin que nos percatemos porque lo disfrazan de progreso y triunfo. Conformamos cantidades exorbitantes de masa amorfa que maniobran a su antojo.
Pero mientras nosotros sigamos adormecidos en la avaricia del que tiene más, siendo las marionetas de quienes se creen dueños del mundo, la savia sigue resistiendo como lo ha hecho milenariamente, luchando para que el bagazo no siga siendo utilizado como herramienta de contención ante la lucha intempestiva de los pueblos por su libertad.
Ojalá un día las masas que viven encarceladas en la urbes de cemento, sepan que los cartones de universidad no les devolverán el agua de los ríos cuando las mineras los sequen, y que la frescura de los tomates no podrá ser superada por el oro, las lociones finas ni los contactos “importantes”. Ojalá que sepan que los contactos importantes también son una ilusión óptica de la vida de falsedades que ofrecen las urbes de cemento.
Ojalá algún día tengan la capacidad de pensar por sí mismas y unirse a la savia que con raíz de guayacán y flamboyán, se nutre de la dignidad y memoria para levantarse cada día para seguir resistiendo a la deslealtad, abuso y represión de los traidores.
Ojalá que llegue el día en el que sepamos que somos la médula, la yugular, el origen, la inherencia y la brasa viva. Ojalá que el despertar sea como una tempestad, como un enorme trueno, como un temblor desde el centro de la tierra, como un grito que retumbe en las entrañas de los cerros; un despertar que haga temblar a quienes se han creído los dueños del mundo y de nuestras vidas, y volvamos a nuestro origen para luchar junto a los nuestros para recuperar todo lo que nos arrebataron.
Ojalá…