El arte circense es una oda dinámica a la capacidad del hombre para mostrar el talento de lo inusual, un alarde de maestría singular para emocionar y convencer con el solícito aplauso del espectador. Es el mérito de un espectáculo magnificado por el sacrificio y la entrega de quienes lucen la emblemática genialidad que se brinda a un público extasiado en el anhelo de ser sorprendido. El circo es un teatro inabarcable de posibilidades, surgido de una realidad esforzada que cada uno de los componentes conoce bien durante los ensayos y el ir y venir de un duro peregrinaje con el que ganarse la vida por el generoso fervor de quienes pagan una entrada para contemplar lo nunca visto.
El circo es magia y risas, riesgo y humor, donde destaca la frescura a cargo de la troupe de payasos, hombres y mujeres inspirados de sonrisas que disfrazados causan sensación entre los más pequeños y no pocos adultos. El circo es inenarrable encanto de sensaciones sorpresivas, sí. Pero no todo es perfecto. El problema del circo es que se convierte en un espectáculo nauseabundo e inmovilista cuando salta de la carpa a la arena política.
Entonces se pierde todo el atractivo y se asiste a un espectáculo bochornoso, cuando no vomitivo, contemplando a mamarrachos que babean sin disimulo ante la expectativa de acceder al poder mediante descaradas piruetas, enganchados al trapecio del oportunismo; balanceándose como monos, no como meritorios y abnegados trapecistas, en el intento de alcanzar la plataforma de la conveniencia personal y sectaria. Tramposos funambulistas que cruzan sin riesgos el cable de la demagogia puesto a dos palmos del suelo. Contorsionistas en equilibrios racionales e irracionales-las bestias están sueltas- durante un espectáculo repugnante de avaricia e intransigencia. Ese circo de la mamarrachada es el que llegó a Barcelona de la mano de una bufona que se tomó muy en serio el pretexto del activismo social para escalar las posiciones a las que todo arribista aspira cuando se disfraza de clon para hincar sus dientes afilados al estilo de Stephen King y su celebérrimo relato de terror It.
Eso es lo que se nos ha colado dando la bienvenida electoral a un circo de impresentables que, acampando a las afueras con el propósito de anunciarse montando mucho ruido, terminaron por introducirse en la grave vida de una España necesitada de políticos de verdad que no de saltimbanquis, caricatos, bufones, faranduleros y albardanes disfrazados de política. En Venezuela entienden por experiencia sobre este tipo de representaciones circenses que acaban en nefastas payasadas o «maduradas».
Ada Colau es para Barcelona la única payasa que por sufragio universal se montó su propio circo, ególatra, radical, desestabilizador y maldito. La esperpéntica «Supervivienda», mala payasa, se lanza con autosuficiencia a cambiar la tradición, el orden establecido y el equilibrio institucional. Requirió para su investidura imanes, rabinos y originalidad. Me temo que el magistral circo del espectáculo controlado perdió una fantoche para que se la ganara a pulso la política de España. El estupefacto y mayoritario público no merece semejante bodrio pero la función está avanzada.
Las fieras han salido de las jaulas con la aquiescencia de la radio, prensa y televisión que abrieron las puertas. Bufones todos. Conseguido el propósito de montar la carpa a los barceloneses, pasen y vean a una saltimbanqui de la fingida justicia social convertida en confiada y autosuficiente domadora. Terminará dándose con el látigo en la cara y devorada por las traicioneras fieras manteras y secesionistas que alimenta.
Garbancera e inútil, al circo catalán con esta, aún más, le han crecido los enanos. Todo sea que la confiada se encuentre con una inhabilitación y termine haciendo malabarismos ante la Justicia. Doble salto mortal, tan chula y confiada, para darse de bruces contra el suelo. Entonces se le reirán las gracias de verdad a la payasa Colau. Entonces.