Pocas palabras tienen tanta riqueza, tantas connotaciones, tantas posibilidades de asociarse y enriquecerse con otras palabras y tanta complejidad -lo que supone capacidad para suscitar equívocos- como espiritualidad. La Espiritualidad (o Teología Espiritual, considerada como rama de la Teología) para el cristianismo estudia el proceso en el que el creyente se relaciona con Dios y avanza, impulsado por el Espíritu Santo, en un camino cuyo destino es, con expresión paulina, la configuración con Cristo. Por supuesto que los testigos privilegiados de este proceso son los santos. En nuestra lengua española tenemos la suerte de disponer de los escritos de dos cumbres casi insuperadas en la descripción de este itinerario apasionante: santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz.
Sin embargo, si entramos en una librería -unas de las masivas y anónimas librerías que hoy son normales en las grandes ciudades- y nos asomamos a la sección que responde al rótulo de Espiritualidad, hallaremos en un totum revolutum manuales de autoayuda, libros de mindfulness, yoga, meditación zen, taichí, tratados de psicología divulgativa, budismo… y, si acaso, algún libro de tema religioso de no demasiado calado teológico.
Muchos de estos libros tienen ventas millonarias; responden a una gran demanda del mercado. En un mundo en el que nuestra mente está sometida a las más extremas tensiones y en el que abundan los desequilibrios y las enfermedades mentales, la gente busca el equilibrio y la paz en todas estas prácticas supuestamente espirituales. En pocos años, prácticas que eran muy minoritarias en nuestro mundo occidental se han convertido en normales y frecuentes. No es extraño que los médicos aconsejen a sus pacientes estas técnicas. Incluso en el ámbito escolar se están aplicando. Varios conocidos me han comentado que practican la meditación. Asistir a clases de yoga o taichí es casi tan normal como ir al gimnasio.
¿Qué relación tienen toda esta nueva espiritualidad con la tradicional espiritualidad cristiana?
Hay que decir, por lo pronto, que se está creando, en ciertos casos, cierta mescolanza y confusión entre estos términos. No es extraño (podría citar casos concretos) que en retiros y ejercicios se enseñen prácticas de oración usando técnicas de yoga. Un caso muy significativo es el del escritor y conferenciante, además de sacerdote, Pablo d´Ors. Este señor lleva mucho tiempo practicando y difundiendo, con gran éxito, la meditación zen. Sus conferencias, brillantes y sazonadas con un gran bagaje cultural, son seguidas por multitud de personas en España y en el ámbito internacional. Sus libros tienen ventas millonarias. D´Ors es un gran amante del budismo y ha confesado que, de no ser cristiano, sería budista. En una reciente entrevista (https://www.elespanol.com/opinion/20231224/navidad-pablo-dors-misa-dominical-hoy-dias-contados-debemos-reinventarnos/819168498_0.html) ha declarado, entre otras cosas en la mima línea heterodoxa, que meditar (supongo que no se refiere a la meditación cristiana, también de gran tradición) y orar es lo mismo.
Además de que se promuevan estas prácticas como auxiliares o incluso sustitutas de la oración y la ascesis cristiana, se difunde entre personas que en teoría son creyentes una concepción de la fe y de la vida cristiana como terapia, como medio de autoayuda. En la Teología moral actual y en el lenguaje del Magisterio se usa frecuentemente el término “sanación”. Se crea un cristianismo, con ciertos elementos gnósticos y pelagianos que supone un recurso para obtener el equilibrio físico y psíquico y que está en función de la necesidad del hombre. ¿Cómo se compatibiliza esto con la primacía de la Gracia? ¿Qué sentido tiene el carácter imperativo de los mandamientos? Una amiga me dijo en una ocasión que no tenía sentido la obligación de ir a misa cada domingo, que ella iba cuando sentía necesidad de ir.
Dejemos, pues sentado que el cristianismo no es una práctica de mindfulness, sino una oferta de salvación. Cristo ofrece al hombre la alegría en sentido profundo, pero nada que se parezca al bienestar o equilibrio psíquico o la paz según los criterios terrenos.
Y hay algo más: las filosofías orientales que suelen asociarse a estas prácticas, fundamentalmente budistas e hinduistas, aunque hay una gran variedad de matices, se encuentran en las antípodas del cristianismo. La idea de eliminar todo deseo, el bueno y el malo, del llegar al vacío, de que todo es mera ilusión, contrastan con la idea cristiana de que la inteligencia y la voluntad se ponen al servicio de la verdad. El realismo cristiano, la Filosofía del Ser que tiene su cumbre en santo Tomás, es la pura antítesis de esta concepción de la realidad como una sombra irreal que, evaporada, resulta el vacío. La ascesis cristiana une siempre la pura contemplación a la acción, incluso en el caso de los grandes contemplativos; rechaza por instinto el quietismo, que en un momento histórico tantas sospechas (no del todo infundadas) generó.
Todas estas manifestaciones de lo que he llamado la “Nueva Espiritualidad” pueden tener consecuencias negativas o positivas en su práctica; pueden hacer el bien o el mal a las personas, como cualquier terapia o sustancia. Ahora bien, no puede confundirse con ni suplantar a la espiritualidad que nos conduce, no al vacío, sino al Ser.
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