Parece mentira que a un país con Historia tan arraigada y esplendorosa como es España le hayan gastado la novatada que soportan sus ciudadanos sin gobierno.
Vivimos tiempos de profunda decadencia. Nada volverá a ser como antes, cuando nos las prometimos tan felices consensuando intereses y cediendo en las exigencias para posibilitar una construcción en común. El tiempo ha acumulado la inmundicia de una corrupción continuada hasta una descompensación generalizada.
La incertidumbre sigue rigiendo un país epatado por la actuación de unos representantes políticos carentes de visión de estado. Antes bien, los partidos nacionales cuidan sus intereses proselitistas en detrimento del general que debería competerles. Y no disimulan lo que son o pueden parecer, pues son legitimados en las urnas para exhibir continuamente el ridículo más espantoso y dejar en evidencia sus carencias. ¿Esos pugnan por gobernar nuestras vidas?
Diera la sensación de que el suspense de estos meses es el intensamente adecuado para salvar una situación drásticamente vital, donde la balanza puede inclinarse hacia una salvación in extremis o hacia el inicio de una debacle socio política sin precedentes en el devenir democrático. Tal vez esté en liza mucho más que lo que suponemos y es por ello que cuesta en el pulso hallar una salida que condicione decisivamente los próximos años. Cuando analizamos la inteligencia y la actitud de algunos dirigentes comprendemos que, verdaderamente, nos la estamos jugando.
No debería engañar esta situación inédita de descontrol. No es una evolución haber llegado hasta este punto de divergencia donde todo vale menos la sensatez de intentar encontrar un consenso, acercar posturas en pro de un objetivo de responsabilidad política. No es un progreso sino un perjudicial freno que nos retrotrae a peligrosos errores del pasado. Porque no existe un conocimiento veraz de las causas que provocaron desastres históricos tampoco hay intención de evitarlos. La ignorancia hoy en día es un valor añadido a la política, influyendo absurdamente sobre la marcha de un país que se desenvolvió equilibradamente durante décadas.
La política no debería ser capricho para aficionados. No es inteligente que pueda ejercerla cualquiera que aspire sin preparación a dirigir el destino de un ayuntamiento, una autonomía y hasta de un país. No es inteligente ni sensato por mucho que se nos llene la boca de premisas democráticas y derechos sociales. Si nos hallamos en este punto de desencuentros viscerales es por la saturación de aprendices que sientan cátedra por los votos que otros aprendices depositan en una urna. Aprendices de nada espoleados por novatos del revanchismo y la indignación, dispuestos a retorcer los equilibrios sociales inherentes a toda sociedad que aspira al progreso.
El poder en manos de ignorantes puede ocultar la torpeza y disfrazarla de mandato político, pero las consecuencias de esta imprudencia no tardan en manifestarse. Una de las características de un ignaro con poder es la tendencia al despotismo, la justificación de la ocurrencia y el totalitarismo en la imposición de medidas frecuentemente impopulares. No son pocos los casos que ahora en España se han convertido en ejemplos de gestión nefasta por parte de aficionados metidos a política. La grandeza de la democracia trae consigo también el riesgo del libertinaje, la conculcación de las leyes y las normas y la ausencia de equidad en tomas de decisiones basadas en el enfrentamiento ideológico y la reivindicación extremista de un dogma arbitrario y excluyente.
La legitimidad política no debería pasar por aglutinar fuerzas para crear instantánea influencia pública, sino por la organización programática, la maduración en la experiencia; la prudencia en la escalada de los derechos individuales para asimilar la responsabilidad sobre los colectivos. Un político no se forma por efervescencia como ha sucedido en España estos últimos meses, sino por el pragmatismo que los años otorgan con el aprendizaje intenso de una teoría que la experiencia consolida y en la intención dignifica… si es que hay algo digno en nuestro panorama. Todo lo contrario que estamos viendo en políticos que se pueden considerar profesionales y entrenados para la responsabilidad de gobierno.
Lejos quedó el tiempo en que nuestra Constitución marcó las directrices que todos respetaron. La necedad, más que nunca en España, es contagiosa. No solo pululan aficionados sino que además se unen, seguros de sus ignorancias convertidas en influencia política, para estirar la cuerda de la paciencia en un país que ve cómo pretenden desintegrarlo, negarle identidad, abolir sus costumbres y mimetizarlo con la multiculturalidad hasta convertirlo en la sombra de un pasado extinguido.
A no ser que el revanchismo taimado se haya disfrazado de novatada no se entiende esta broma pesada que pretende echar abajo cuarenta años de construcción democrática.
Algunos habrán de tomarse en serio el futuro del país a pesar de sus políticos; los de nueva hornada y los experimentados no dan para más. Revueltos no se les distingue ni sentándose juntos en el Congreso de los Diputados, porque de irresponsables y complacientes que son bien parecen ser todos aficionados.
Ni formando gobierno Mariano Rajoy tendrá estabilidad. Olfateado el poder los depredadores no soltarán la pieza aunque tengan que reventar una legislatura. Esta novatada saldrá muy cara. Al tiempo.