Pocas semanas antes de su último viaje a Granada, Federico García Lorca escribió las palabras que bien pueden ser, son, su legado de poesía y de humanidad: «Ni el poeta ni nadie tiene la clave del secreto del mundo y de la libertad. Yo quiero ser bueno. Sé que la poesía eleva y, siendo bueno, con el asno y con el filósofo, creo firmemente que tendré la agradable sorpresa de encontrarme con la libertad y trasladar mi casa a esas estrellas».
Federico, poeta de íntima e inagotable inspiración, hombre dionisíaco y contemplativo, autor de ayer y de hoy, bordó en la bandera de la libertad el amor más grande su vida. Cayó como soldado de las letras luchando por esa causa. No sé si la encontró, pero a mí me enseñó que la libertad está hecha de pequeñas cosas y no de grandes palabras, que se aprende y se conquista, aunque llegue a nosotros como una revelación inesperada y una flor del tiempo. Recuerdo el descubrimiento de los versos de Federico García Lorca con la fuerza de una sensación física. Sus palabras me llamaban a una realidad distinta en la que aprendí a sentirme libre y a volar como los pájaros, sin alas de repuesto.
Conviene escuchar y pensar para convertir los rumores de la vida en actos y en palabras. Decía Antonio Machado que la verdadera libertad no consiste en poder decir lo que se piensa, sino en poder pensar lo que se dice. El mundo, al menos el mío, se hace libre en las palabras que digo. Cabe en todas las letras que se asoman en un cuaderno con borrones y esquinas rotas. La riqueza de la libertad es comprender que el mundo es redondo como una letra O bien hecha y paciente, igual que el pulso de un niño que quiere ordenar las cosas en su caligrafía y escribe árbol con una A que tiene sabor a manzana, y encierra el viento en una V, y al mar que nunca ha visto en una M, y al sol en una S con rayos. Necesitamos repetir, como el niño que aprende a escribir, que la cultura es el principio de la libertad, que la cultura es el principio de la libertad, que la cultura es el principio de la libertad… En el origen de la civilización moderna, como raíz última de cualquier invención y de las esperanzas más nobles, está el pulso esmerado del niño que encierra el sol en una S, y la voz del maestro que le enseña a leer, a sumar o a dividir, para hacerle dueño de su propio destino y responsable de la luz del mundo.
Si la cultura es el principio de la libertad, quizá el anhelo de libertad es un camino para llegar a la cultura. Cervantes, por ejemplo, escribió una parte del Quijote en la cárcel, despojado de libertad y con una visión en sintonía con las ironías de sus circunstancias. También el deseo de libertad es una musa. A Cervantes la tensión entre la libertad y el cautiverio le llevó a traspasar las convenciones literarias de su tiempo y a poner en marcha todas las técnicas y recursos imaginativos que han utilizado escritores posteriores.
Fiódor Dostoievski trató de explorar la condición humana en sus obras. Sus novelas no sólo contienen elementos autobiográficos, también se ocupan de cuestiones morales y filosóficas. Sus personajes presentan puntos de vista conflictivos o ideas acerca de la libertad, la elección, el bien, el mal y la felicidad. «La libertad no es contenerse a sí mismo, sino saber controlarse», dijo. Este autor dio crédito a Don Quijote como precursor de su retrato de un hombre positivamente bueno, el príncipe epiléptico Mishkin de El idiota. «De los buenos personajes de la literatura cristiana, el más completo es el de Don Quijote», señaló en 1868, mientras trabajaba en la novela. «Pero él es bueno porque al mismo tiempo es ridículo. Ése es el principio de su libertad», añadió. Dostoievski también experimentó un cambio profundo en su experiencia carcelaria. Ya había publicado su primera novela, Pobres gentes, cuando fue detenido en 1849 por su participación en un grupo de intelectuales de izquierda de San Petersburgo. Después de varios meses de encierro, fue condenado a muerte, llevado con otras personas de su grupo a la plaza Semyonovsky y puesto frente al pelotón de fusilamiento. A última hora, el azar detuvo su ejecución, pero Dostoievski pasó cuatro años de trabajos forzados en el gulag de Siberia, donde su condición de persona educada enardecía a otros reclusos. «Se irritan y son demasiado toscos y amargados», le escribió a su hermano. La experiencia carcelaria de Dostoievski dio paso a una conciencia de lo irracional y de un sentido de sufrimiento colectivo. Sus mejores novelas, como Crimen y castigo y Los hermanos Karamazov, son joyas de la perspicacia psicológica. En ellas y en otras de sus obras dejó escritas lecciones como ésta: «Todo el que quiera la libertad suprema debe tener el atrevimiento de matarse. Quien se atreva a matarse ha descubierto el secreto del engaño. Más allá de eso, no hay libertad; ahí está todo; más allá no hay nada. Quien se atreva a matarse es un dios… Pero nadie lo ha hecho hasta ahora».
Mikhail Bakhtin, en su novela Los presidios de Siberia, escrita como ficción desde el punto de vista de un hombre que ha asesinado a su mujer, documenta su propia experiencia carcelaria. El dinero es libertad acuñada y, por lo tanto, es diez veces más valioso para un hombre privado de la libertad. Explica el comercio de vodka y tabaco en la cárcel y la compulsión a robar. Su recluso ficticio sueña sin descanso con la libertad, como su autor.
Este anhelo de libertad, mientras se soporta la dureza de la cárcel, es un hilo de la vida literaria de Aleksandr Solzhenitsyn, detenido en 1945 por hacer comentarios despectivos sobre Stalin en una carta. Después de terminar su condena en 1955, se exilió en el sur de Kazajstán. En la soledad, asediado por los recuerdos angustiosos, escribió su primera novela Un día en la vida de Iván Denísovich y dejó escrito: «Ay de la nación cuya literatura es interrumpida por la intrusión de la fuerza. Esto no sólo vulnera la libertad de prensa: significa el sellado por el corazón de una nación, la escisión de su memoria». La esencia de su pensamiento quedó plasmada en el discurso que pronunció al recibir el Premio Nobel de Literatura de 1970: «Cada persona se convierte en el personaje principal cada vez que la acción le concierne. No se trata sólo de una técnica, es un credo. La narración se centra en el único elemento humano en existencia, el individuo humano, con igualdad de condiciones entre iguales, un destino entre millones y un millón de destinos en uno. Esta es la totalidad del humanismo, en resumidas cuentas, pues el núcleo es la libertad y el amor del género humano».
El análisis de la relación del individuo con la libertad también fue un tema recurrente para el filósofo y economista escocés John Stuart Mill. En el libro Sobre la libertad expresó su tesis fundamental defendiendo que nuestra libertad individual debe ser protegida como algo sagrado frente a las intromisiones de los Gobiernos o del conjunto social: «La naturaleza humana no es una máquina que se construye según un modelo y dispuesta a hacer exactamente el trabajo que se prescrito, sino un árbol que necesita crecer y desarrollarse por todos lados, según las tendencias de sus fuerzas interiores, que hacen de él una cosa viva».
Curiosa es también la interpretación que Jean-Paul Sartre hace en su primera obra filosófica, El ser y la nada. Concibe a los humanos como seres que crean su propio mundo al rebelarse contra la autoridad y aceptar la responsabilidad personal de sus acciones, sin el respaldo ni el auxilio de la sociedad, la moral tradicional o la fe religiosa. El hombre es libre de elegir lo que es, como condición necesaria de la auténtica existencia humana. La libertad produce angustia porque el hombre debe tomar todo tipo de decisiones, constantemente debe elegir y son esas elecciones la que producen la angustia. Para Sartre «el hombre es esclavo de su libertad» y la libertad tiene como fundamento la nada, como posibilidad para ser sin contar con nada más que uno mismo.
Como estos escritores muchos otros han demostrado que, aunque la reclusión es onerosa, la imaginación humana y el sueño de libertad puede servir de inspiración para crear obras maestras. En España, la unión entre el amor y la libertad tiene nombre propio: Miguel Hernández. Pensar en la libertad es pensar en él. Mitad hortelano, mitad desbordante, fue un poeta que se acechaba a sí mismo. Tenía el ánimo popular y el verso hecho de rastros de Góngora. Miguel Hernández es el poeta del pueblo que ríe y llora, y ama, y gime, y muere en el penal de muerte abandonada, de humillaciones. Miguel Hernández escribía con las herramientas del sudor y el esfuerzo del hombre que empieza a sentir y siente la vida como una guerra. Fue el prisionero que redactó cartas y poesías en trozos de cartón, en el reverso de hojas usadas incluso y muchas veces en papel higiénico mientras la vida se le iba de prisión en prisión. Miguel Hernández era un poeta bien rematado, pero un poeta sin demonio: «La libertad es algo que sólo en tus entrañas bate como el relámpago». Hay poetas, pocos, que lanzan las palabras más lejos que la vida. Éste es uno de ellos. Si alguien abre cualquier día una antología de sus poemas y descubrirá, como un milagro, a un ser libre en metáforas: «Tu risa me hace libre, me pone alas. Soledades me quita, cárcel me arranca. Boca que vuela, corazón que en tus labios relampaguea».
Antoine de Saint-Exupéry decía que la única libertad es la de la mente. Y Hemingway amó la libertad sin interrogarse sobre los riesgos que implicaba buscarla. Antes de conocer a Federico García Lorca, Espronceda me abrió las puertas de la literatura con la fascinación propia de un pirata capaz de perder la vida por mantener la libertad.
Cultura y libertad. Nada rejuvenece más que la sensación de sentirse libre, de echarse al camino, como escribió Baroja en sus memorias, silbando y con la chaqueta al hombro.
La libertad, la mía, es una librería y la primera página de un libro. Una canción prohibida. Cantar al alba, hacer el amor en los parques. Una forma de amor, la libertad.