1 marzo, 2019
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La izquierda y el orden
El concepto de orden ha estado alejado del cuerpo teórico de la izquierda y de sus respectivos debates al menos desde las últimas décadas. Tanto es así que genera un rechazo automático, y lo cierto es que hay razones comprensibles para ello. Una especialmente importante tiene que ver con el papel de oposición crítica al que quedó relegada la izquierda tras la desaparición del socialismo como alternativa en el imaginario colectivo de las clases trabajadoras. De manera injustamente resumida, o fue integrada en su intento de gestión moderadamente diferenciada (con relativo margen de maniobra en los ciclos económicos expansivos) o quedó arrinconada en una autocomplaciente posición de mero azote moral contra las injusticias y los excesos del sistema.
Cuando Íñigo Errejón volvió a la primera línea política lo hizo con el concepto de orden como la clave de bóveda de su estrategia. Estas últimas semanas se han producido debates interesantes pero que, en su mayoría, no iban más allá de la adhesión a dicha estrategia o de las reticencias a un concepto sentido como ajeno. Sin embargo, el estudio del concepto de orden desde la izquierda ni es un invento innovador de Errejón ni tiene una lectura unívoca, en este caso desde una posición populista (laclausiana).
Recordemos que Manuel Sacristán, probablemente el marxista español de mayor fuste y uno de los grandes estudiosos de Gramsci, tituló la biografía del maltrecho sardo El orden y el tiempo. Baste con acudir al título del periódico en torno al cual se organizaría posteriormente el núcleo dirigente italiano: El Orden Nuevo. A un siglo de su fundación, sorprende el escándalo en torno a dicho concepto, más allá de las lecturas y de las propuestas que de él se saquen.
Partimos de un análisis obvio. En los estados desarrollados no es posible realizar choques frontales como los que dieron lugar a las imágenes más épicas de las revoluciones del siglo pasado, con la toma del Palacio de Invierno como máximo exponente. Los estados son mucho más sólidos y por lo tanto más resistentes a las grandes crisis, sean económicas o de cualquier tipo. Dicho de otra manera: salvo que se produzca un cataclismo nuclear o una guerra mundial que devaste el planeta, no se producirá algo parecido a una revolución que organice un orden nuevo desde cero (sin contradicciones). Todo orden nuevo empieza a construirse dentro del viejo orden y además con el material que el capitalismo nos deja por herencia, no con el que a nosotros nos gustaría. Hay un hilo rojo izquierdista que une esta incomprensión, de las reticencias bordigianas hacia los consejos de fábrica a la desconfianza con el movimiento feminista pasando por el 15M.
El error del izquierdismo estriba en una visión teleológica de los tiempos históricos que en última instancia se traduce en la inhibición del movimiento real y en el desprecio por las luchas concretas y los objetivos intermedios. Y lo más importante: en un análisis muy restringido del Estado. Un Estado capitalista desarrollado no es solo el conjunto de instituciones políticas, administrativas y coercitivas, también es el conjunto de la sociedad civil que abarca todos los espacios en los cuales se reproduce consenso (la visión del mundo y de «las cosas») desde la perspectiva de los que mandan, casi siempre de manera falsamente «neutral». En estas condiciones, solo cabe la posibilidad de ir penetrando trabajosamente en todos los espacios ocupados por el adversario, tejiendo amplias alianzas y elevando las reivindicaciones corporativas a un plano «universal».
Lejos de lo que pudiera parecer a simple vista, el izquierdismo comparte varios errores con los la socialdemocracia y el populismo de izquierdas, y quizá el más importante tenga que ver con el análisis del Estado. Por una parte, el primero entiende el Estado únicamente como la «sociedad política» (el conjunto de instituciones políticas, administrativas y coercitivas), por lo que cree que el Estado «se toma» o incluso «se coge» como si fuera una cosa. Por otra parte, la socialdemocracia y el populismo hacen una distinción mecánica de la sociedad política y la sociedad civil, lo que provoca entre otras cosas la ruptura con el amarre de clase. Ambas lecturas impiden dar la batalla integral en todos los frentes, ya que el Estado (y el «poder») es la relación dialéctica, compleja y a veces contradictoria de la sociedad política y la sociedad civil: una correlación de fuerzas y poderes dispersos (sin que esto reste importancia al poder del capital financiero, por poner un ejemplo).
Por un lado, sin las reservas suficientes de consenso en la sociedad civil cualquier intento de «tomar el Estado» en un choque frontal (guerra de maniobras) sería un ridículo suicidio. Por otro, volcar todos los esfuerzos únicamente en la conquista de las instituciones supondría el inicio de un camino hacia la integración que mencionábamos al principio, con independencia de la beligerancia retórica con la que se recorra dicho camino. La imprescindible conquista de las instituciones será insuficiente si no va acompañada de la conquista de espacios de la sociedad civil en el más amplio de los sentidos, máxime en un contexto de vaciamiento de soberanía en aras de las instituciones supranacionales y del capital internacional.
La imprescindible lucha por las instituciones debe ir acompañada de la articulación de sociedad civil: alianzas sociales, organización del conflicto, construcción de comunidad y de espacios de socialización propios, elevación del sentido común y una lista formidable de tareas ineludibles para ir construyendo un orden nuevo. Si estas tareas se eluden, ese equilibrio dialéctico entre un pie dentro y otro fuera del viejo orden acaba decantándose hacia la integración, que en la metáfora del propio Errejón en el prólogo a Contra el elitismo. Gramsci: Manual de uso de Sánchez y Laurrauri, significaría tener los dos pies dentro.
Se puede hablar de orden desde distintas perspectivas estratégicas. La visión más gramsciana tiene que ver con el concepto de guerra de posiciones: una visión de la política como lucha permanente por la hegemonía y por tanto de la necesidad de la expansión política por toda la sociedad, aunando todos los problemas generales del bloque social amplio y elevando sus intereses en «universales». Partiendo del análisis más complejo del Estado, se trataría de ir construyendo un nuevo orden alternativo: el bosquejo de la nueva sociedad que queremos, asumiendo las contradicciones inherentes pero protegiéndonos permanentemente ante el riesgo de mimetización con lo existente. Como casi todo, no se trata principalmente de una cuestión de voluntad, sino de la existencia de contrapesos sociales. Algunas experiencias institucionales sirven de ejemplo.
Por otra parte, puede existir la tentación de entender el orden como el remedio ante los excesos del sistema, entendidos como desórdenes originados por una mala gestión. Desde esta perspectiva, se trataría de una restauración hacia el orden primigenio que, esta vez sí, desde una buena gestión garantizaría los derechos políticos, económicos, democráticos y sociales para la mayoría. Sin embargo, esta tentación debería tener en cuenta algunos aspectos importantes como por ejemplo las limitaciones de las instituciones (entre otras cuestiones por su naturaleza de clase) o la debilidad de éstas ante la superación de un pacto constitucional que no volverá. Las oligarquías lo entendieron perfectamente e iniciaron su proceso de cambio por arriba hacia un nuevo país más reaccionario. Aspirar al regreso a una etapa superada, además de un ejercicio poco dialéctico sería una buena manera de caer en la nostalgia paralizante. Por ello, la construcción de un orden nuevo solo se puede impulsar desde una perspectiva nítidamente constituyente.