Paseando por un céntrica calle de Málaga, veo pegado en una farola un humilde cartel (en realidad, un folio verde con letra de impresora) en el que “un ingeniero industrial con experiencia” (ab litteram) se ofrece para dar, en ciertas materias, clases particulares a 6 euros la hora. Teniendo en cuenta la dificultad de una carrera como ésta y que una señora puede cobrar, realizando el digno trabajo de la limpieza doméstica, 10 euros por hora, el cartel me produce un punto de desazón e inquietud. Es más, aún me provoca cierta melancolía agridulce; un sentimiento en todo caso más cercano a la ternura que a la rabia.
Quizá olvidamos que no siempre la cultura y el conocimiento han ido acompañados del dinero y el brillo social. Por el contrario, son muchos los casos en que hombres sabios han vivido en la oscuridad y en la pobreza. Es más, la misma sabiduría puede impulsarles a esta actitud de alejamiento y marginalidad y, en última instancia, darle sentido. Miguel de Cervantes, posiblemente el hombre más sabio (en el sentido de la amplitud de su perspectiva, de la ambigüedad de su ironía infinitamente comprensiva) que ha dado España, vivió una zarandeada e inestable existencia, sin alcanzar nunca una posición de seguridad. Es también ejemplar la imagen de Spinoza encerrado en su cubículo y tallando cristales, en una situación de anonimato ascético, mientras traza el maravilloso tapiz su su Ethica more geometrico demonstrata.
A lo largo de la historia, la cultura y el conocimiento puede convertirse, no en un escaparate, sino en un refugio; una cueva en la que ponerse al abrigo de la barbarie de la implacable Lógica Económica. Así el hombre culto se convierte en una especie de anacoreta que, aunque no huya al desierto como los primeros Padres, vive en medio del mundo sin seguir sus pautas enteramente; y el conocimiento se vuelve algo un poco secreto y marginal. ¡Qué paradoja en este tiempo en el que todo conocimiento parece estar en la Red y, por tanto, parece haber perdido su carácter de sacralidad y misterio!
Esta situación me recuerda uno de mis poemas favoritos: La ilustre pobreza de Juan Gil-Albert. El personaje-narrador sale al parque y allí se pone a leer tranquilamente (el texto, por cierto, es un conocido fragmento en latín del Rerum Natura de Lucrecio) y esa lectura parece sumirle en una atmósfera superior, en un mundo que está más allá de las miserias cotidianas. La lectura latina se convierte para él en una riqueza que nadie puede arrebatarle, que está más allá de la oferta y la demanda imperantes en la sociedad. Vuelve a casa y allí encuentra una mesa pobremente abastecida y a su madre que le dice: “Todo se ha gastado. Nada queda. ¿Qué hacemos?”. Sin embargo, él sigue envuelto en esa atmósfera ideal y ante tanta miseria cotidiana, más que rebelarse, se eleva; y hace firme propósito
de mostrarme siendo un ser dispuesto
a defender impávido mi lujo.