Hay cosas que, por diversos motivos, van desapareciendo de nuestras vidas y se convierten en objeto de olvido o de nostalgia. Por ejemplo, los escarabajos, las peonzas, los botijos y las huchas. ¿Por qué ocurre esto, porque, de pronto dejan de sernos útiles y se pierden? El motivo no es caprichoso. Existen razones ocultas que nos hablan de nuestros gustos, de los hábitos culturales, de las expectativas. En el fondo la desaparición de estos objetos nos da pistas del pulso sociológico y moral de nuestra sociedad.
Me centraré en el último objeto citado, la hucha. Los que tenga algo más de la cuarentena recordarán que era un objeto cotidiano y frecuente, sobre todo para el uso de los niños. Cada cual tenía una para ir ahorrando las pesetillas (y fracciones de pesetas) que se iban cogiendo. La había de muchos formatos: de lata, la que tenía forma de cerdito, la que eran de cerámica y se rompían al final del proceso. Los bancos y cajas de ahorros aprovechaban esta costumbre, regalando huchas, que ellos mismos abrían para engrosar la “libreta” del niño ahorrador.
Pero todo esto pertenece al pasado. ¿Por qué? ¿Por qué el ahorro deja de verse como una virtud y, por tanto, deja de ser un hábito deseable y valorado socialmente? Apunto varias razones.
La primera, porque confiamos en que el Estado nos lo resolverá todo en un momento dado. La creencia del hombre antiguo en un Ser trascendente o en una Providencia que movía los hilos de su vida, se sustituye por la creencia en el Estado, del que esperamos que provea en los momentos de dificultad, cuando falta la salud, cuando nos vemos sin trabajo, cuando necesitamos cualquier servicio, subvención o ayuda. ¿Para qué ahorrar si se nos garantiza unos “servicios mínimos” de calidad de vida desde la cuna a la sepultura?
La segunda causa es la intensificación de lo que yo llamaría un sentido hedonista de la vida y la creencia en que la rueda de la Fortuna puede cambiar en cualquier momento su dirección. Hay que disfrutar el hoy y no hacer demasiados planes para el futuro. Un futuro que ni siquiera sabemos si existirá. Metidos en esta vorágine, en esta prisa por consumir y disfrutar, el ahorro es un puro contrasentido.
Esto, que parece un mero cambio de costumbres, transforma profundamente la realidad económica y hace difícil no sólo el ahorro sino cualquier proyecto económico a medio plazo que suponga un esfuerzo sostenido, Invertir esta situación supondría pasar de la mentalidad confiada (en el Estado) y hedonista a una más previsora y dispuesta al sacrificio. Cambiar de costumbres, de valores… ¡Qué difícil!