Me cuentan del barbero de un pueblo malagueño que ha colocado en su local un cartel que transmite a su clientela el siguiente mandato:
PROHIBIDO HABLAR DE LA COSA
Este buen hombre estaba cansado de que todo el mundo trajese la misma cantinela: «¡Ay que ver lo mala que está la cosa!», «La cosa está que arde; cualquier día se va a liar una buena», «Este año la cosa está peor que el pasado», etcétera. España (y el mundo) se han sumido en una oscura sima de pesimismo y de falta de expectativas. Paro, empresas que cierran, hipotecas impagadas, pensiones que van tomando la forma de un ente de ficción de incierto futuro, políticos que podrían protagonizar una novela picaresca… Al fondo de toda esta negrura, solemne en su profundidad e inaccesible como los sueños, está este objeto extraño que, como el aleph de Borges, irradia un infinito misterio: la “cosa”.
¿Cómo podríamos definirla? Los que trabajan con el lenguaje saben que la amplitud del significado es proporcional a la dificultad de delimitar los exactos límites conceptuales. La cosa es el trabajo, la actividad económica, el dinero, la producción. Pero pienso que la gente quiere referirse con este término no sólo a unas fuerzas impersonales o mecánicas, fenómenos sociales que se mueven por su propio impulso, sino a algo dinámico, vivo, humano; algo que se mueve, piensa y siente. El cariz que toma esta “cosa’” depende de lo que miles, millones de personas hacen y, por tanto, piensan y creen.
Su definición es tan ardua como la de todos los grandes conceptos filosóficos que, desde los presocráticos a la Postmodernidad, han concebido las mentes creadoras: Ser, Ente, Dios, Realidad, Paradigma. No es la cosa menos compleja que el “ente” aristotélico -ese tenue poso que permanece en todos los seres, aunque estén en su continua mutación natural-, o ese “tiempo”, del que San Agustín decía conocer su cifra pero ignorar las palabras para definirlo, en caso de ser preguntado. También el término “realidad” en Zubiri tiene esa hondura genérica que lo abarca todo. ¿Y cómo dejarnos atrás el “noúmeno” de Kant, ese raro objeto que nunca podemos conocer del todo porque, en realidad, somos nosotros mismos quienes lo creamos?
Ahora que todo el mundo en España reivindica algo, no quiero ser menos; y pido para la “cosa” su estatuto de nobleza filosófica y para nuestro barbero estoico y burlón, un lugar, aunque sea modesto, en el Olimpo metafísico.