El paso de un sistema político autoritario a una democracia no se da en España, como en otros países, en forma de ruptura, sino de reforma legal. Aquella famosa fórmula atribuida de Fernández Miranda, “de la ley a la ley”, resume bien el espíritu de este cambio histórico. En efecto, las Leyes Fundamentales dan paso a la Ley para la Reforma Política y, de ahí, al actual statu quo. No hubo ruptura. Ni siquiera hubo unas cortes constituyentes que hicieran un debate abierto sobre la Constitución, cómo sí lo hubo en la II República que, por otra parte, tampoco fue un modelo de rigorismo legalista. A veces me he preguntado si hombres como Fernández Miranda, Fernández de la Mora o López Rodó, los que impulsaron el paso paso a la Monarquía y lo que se llamó la “institucionalizacion” del Régimen” (establecer unas instituciones y leyes que le dieran al sistema una solidez y continuidad más allá del personalismo) querían una democracia como la que hay hoy en España. Me parece que no. Aquel largo proceso se resume en el título de las memorias de López Rodó: La larga marcha hacia la Monarquía. Lo que todos estos hombres buscaban -incluido Carrero, el máximo valedor de todos ellos- era la restauración de la Monarquía en España. La democracia podía ser la parte adjetiva, pero la parte sustantiva de este cambio era la Corona.
Y llegó está restauración: algo, más que difícil, casi milagroso. Algo a contrapelo de la tendencia universal hacia la república. Basta mirar un mapa político en el siglo XVIII y otro a principios del siglo XX; y comprobar cuántas cabezas coronadas han quedado en el transcurso de un par de siglos. La Corona en España (que los hombres como Carrero concebían como tradicional, católica y orgánica) hereda a las leyes del Régimen (la Ley de Sucesión es de 1947, no se trató de una ocurrencia de última hora), de donde procede; y, evidentemente, las competencias de la Jefatura del Estado.
Finalmente, se desarrolló un proceso vertiginoso que llevó a España a un modelo de democracia occidental. Este proceso, legal y políticamente, no podía surgir de otro lugar que de la Corona, que acumula los poderes casi absolutos de la Jefatura del Estado. Fue voluntad de D. Juan Carlos I abrir el camino que conocemos como Transición: nombramiento de Suárez, Ley de Reforma Política, acercamiento a las izquierdas (incluyendo los comunistas) y a los nacionalistas, etc. Se hace una política de gestos que es sumamente significativa. En 1978 los jóvenes reyes visitan México y se reúnen con la colonia de emigrados; a la primera persona que saludan (puede buscarse fácilmente en la red esta foto histórica) es a la viuda de Manuel Azaña, de la que reciben un emocionado abrazo. (Seguro que hay muchos españoles jóvenes que no conocen esta foto y que, seguramente, desconocen quién fue Azaña.)
Se puede argumentar que hubo condicionamientos y presiones tanto internas como internacionales; sin duda que las hubo y que fueron muy importantes. Se puede argumentar que los niveles de desarrollo en España en 1975 exigen ya un cambio político. Todo esto es cierto, porque los hecho políticos ocurren en un contexto histórico y social, no en un tubo de ensayo. Todo esto es cierto, pero…
Pero la voluntad política partió formalmente de la Corona y de la persona que la encarnaba. Muchos dirán que el sistema monárquico en España no tiene otra legitimación que estar recogido en la Constitución del 78 y aprobada en referéndum. Yo pienso que la realidad es el proceso contrario: la Constitución y el sistema democrático derivan de la Corona y, de forma menos inmediata, de la Ley de Sucesión que, paradógicamente, la misma Constitución deroga. La correa de transmisión de la antigua a la nueva ley fue esta vetusta institución, renacida en España en los años 70, de forma atípica y casi milagrosa y cuyo futuro se presenta incierto -aunque apasionante.