La vida y la muerte son dos caras de la misma moneda. La existencia humana, si se quiere, se divide en hitos que representan esos dos extremos. En lo que respecta a rituales y celebraciones tradicionales en nuestra cultura, los símbolos parecen claros: la boda y el funeral. Podríamos mencionar el cumpleaños, pero al fin y al cabo no deja de ser un aniversario de algo que sucedió hace tiempo. Una boda, sin embargo, es la celebración del inicio de algo, mientras que el funeral es siempre el final. Y aun así, hay símbolos comunes: el ramo de la novia y la flor en la solapa del novio por un lado, y la corona de flores de funeral por el otro.
No hace falta reflexionar demasiado para saber cuál de las dos celebraciones preferimos. Los funerales son siempre una despedida, pero la más amarga de todas. No es que nuestro ser querido se vaya a vivir a otro lugar, sino que se va para siempre, y nunca más tendremos la posibilidad de hablar con esa persona. Es triste, angustiante. Por eso, para reducir en la medida de lo posible el sentimiento de pérdida y la ansiedad, es importante que el funeral sea digno. Si sentimos que todo, desde las flores del tanatorio hasta el discurso del entierro, rinde homenaje a la persona a la que más hemos querido, el duelo nos resultará un poco más sencillo de afrontar.
Por esa razón, encontrar una funeraria o un tanatorio que nos ayude a organizar y gestionar este duro trance es tan importante, quizá más, que encontrar una empresa de catering o de banquetes para la boda. En definitiva, no queremos lamentar nada. Eso implica la manera en la que decidamos conducir a los invitados al velatorio y al posterior entierro. En un estado de dolor tan intenso, un accidente tonto, como la posibilidad de que no se envíen las flores del tanatorio de la m30 a la dirección correcta, puede parecernos un duro golpe difícil de asimilar. Porque todo lo que hagamos, al fin y al cabo, lo hacemos por la persona fallecida. Todo debe ser perfecto.