Juan Ramón Jiménez: las manías del escritor

Detrás de cada obra hay un escritor, es decir, un hombre. En ocasiones es difícil adivinar qué clase de ser humano es el escritor, aunque lo intuimos por su...

Detrás de cada obra hay un escritor, es decir, un hombre. En ocasiones es difícil adivinar qué clase de ser humano es el escritor, aunque lo intuimos por su obra y por los testimonios que nos han llegado de sus contemporáneos. No sé por qué, pero imaginamos a Cervantes como un tipo vital y aventurero; a Lope como un hombre atractivo y apasionado; a Quevedo como un ser ingenioso, pero con mala leche concentrada. Machado nos da la impresión de ser una buena persona (“soy en el buen sentido de la palabra bueno”, dijo de sí mismo), callado y un poco aburrido, con aire de profesor solterón y provinciano. Unamuno era el egocéntrico que siempre se escucha a sí mismo; ese tipo de persona que se queda hablando solo en las reuniones. ¿Y Juan Ramón?

El autor de Platero y yo es un caso ejemplar de artista que vive por, para y desde su obra, sin otro horizonte vital, sin otra preocupación. Era la típica persona inhábil para las cosas de la vida, para todo ese montón de faenas prácticas y cotidianas que diariamente tenemos que hacer los mortales. Imaginamos a Juan Ramón, allá en Moguer natal, como un niño enfermizo y reconcentrado, leyendo y soñando siempre, amigo del silencio y el retiro. Y luego, de mayor, siempre a la sombra de Zenobia, la única y absoluta mujer de su vida, la que le resolvía todos los problemas y trabajaba para aislarlo en el silencio necesario a su constante tensión creadora.

A Juan Ramón sus contemporáneos y discípulos lo consideran un escritor inmenso y un maestro, pero nadie dice de él que fuera una buena persona, un hombre de trato agradable. Por el contrario, era un ser lleno de manías y rarezas. Para escribir se encerraba a cal y canto en su habitación (a la que muy pocos pudieron acceder). En ocasiones, si tenía una visita que le importunaba, él mismo salía y decía: “Juan Ramón no está”. Cuando quería moverse por la casa y había alguna visita con su mujer, él pasaba tapándose con un biombo, con gran sorpresa de los invitados. Así elaboró su enorme obra en verso y prosa, una de las más extensas de la literatura española. Su forma de trabajar tenía una particularidad: las obras ya escritas no eran dadas por buenas y abandonadas, como hacen al mayoría de los escritores, sino sometidas a un continuo proceso de reelaboración, de forma que toda su vida estuvo escribiendo y reescribiendo sus textos. Pocos escritores han sido más admirados y seguidos que él. Todos los jóvenes poetas del 27 se consideraban sus discípulos y acuden  a él como a un oráculo. Sin embargo, él repartía sus simpatías y antipatías de una forma arbitraria y, al final, terminaba enemistándose con casi todo el mundo.

Cuenta Alberti en sus memorias que visitó al escritor en su casa de Madrid y allí toda la conversación giró en hablar mal, con un gran ingenio y suma mala uva, de otros escritores: Azorín, Ortega, Pérez de Ayala, Eugenio d’Ors. A este último le tenía manía porque un día saludó al poeta andaluz quitándose un sombrero hongo, que a Juan Ramón le parecía de pésimo gusto. De Azorín decía que su casa olía a cocido y a pis de gato. En fin se podría hacer una antología de las maldades que Juan Ramón dedicó a sus contemporáneos, sin dejar títere con cabeza.

Una de sus manías más famosas es la ortográfica. Escribía la j y la g según su sonido, sin tener en cuenta las normas gramaticales. Así escribía “májico” y una de sus obras se titula “Segunda Antolojía”. Cuando en 1927, con motivo del famoso aniversario a Góngora, recibe una invitación para sumarse al acto, se niega en carta enviada a Gerardo Diego y que firma con las iniciales K. Q. X. (“las letras más feas del alfabeto”). Gerardo Diego, también con humor cáustico, se referirá a él como “Kuan Qamón Ximénez, El Cansado de su Nombre”.

Fue un hombre de humor inestable y de trato difícil; vivió de una forma enfermizamente dependiente de su mujer, Zenobia; repartió sus antipatías de forma libérrima, ejerció su magisterio poético más como un tirano que como un maestro. Todo esto es verdad, pero… ¿qué nos importa hoy? Muchos -legión- puñeteros ha habido y hay en la raza humana; pero ninguno ha escrito esa Obra (con mayúscula como él la ponía) que le sobrevive y justifica

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Nacido en Álora (Málaga), 1960. Profesor de Lengua , Doctor en Filosofía y Letras por la Universidad de Málaga. Colabora con distintos medios con trabajos sobre temas literarios, sociales o religiosos.

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