La ventana del pasado
EL ABUELO
Pedro Taracena
Éste es un relato imposible de novelar. Es un hecho histórico, situado en un pueblo de una provincia española de la Estepa de Castilla la Vieja.
Los protagonistas son un adulto, el abuelo, y un niño su nieto. Otros familiares implicados en el relato son, el padre y la madre del niño. Quizás también sus hermanos. En el relato se integran las gentes adultas del pueblo y los niños contemporáneos al protagonista. Las secuencias se desarrollan desde que el niño tiene uso de razón lógica (6 o 7 años) hasta los 18-20, que alcanza la mayoría de edad.
Otro dato importante para recomponer la puesta en escena son los escenarios naturales y la estructura física del pueblo. Un pueblo agrícola, quizás también ganadero. Es evidente que cuenta con los aperos de labranza necesarios. Las caballerías que aran la tierra y tiran de los carros que transportan del campo las mieses a las eras. Los productos cosechados a graneros y pajares de las casas de labor.
Tenemos conocimiento que el abuelo y el nieto utilizan una borriquilla para ir a las viñas y a las parcelas, donde se cultivan diversos árboles frutales. Quizás no faltaba un perro o perra, que eso añadiría un aspecto más campestre.
El abuelo se deja acompañar por su nieto y junto con la borrica, se convierten en tres personajes imprescindibles en esta historia. El niño mantiene una manifiesta desavenencia con su padre. No conocemos si el abuelo es paterno o materno. Como hemos podido saber su padre llegó a la violencia física hasta la mayoría de edad del chico. Es fácil adivinar que el nieto buscaba el reconocimiento, el cariño y la comprensión de su abuelo.
El abuelo en los años de la dictadura se “camuflaba” como un vecino más para no significarse como lo que era. Un convencido republicano. Sin detalles sospechamos ya que el lenguaje utilizado por el abuelo era lo suficientemente sutil, como para que su nieto se encontrar en un área de comprensión adaptada a su edad y por otro lado conociera los valores republicanos de su abuelo.
El chaval fue creciendo disfrutando cada vez más de la relación con su abuelo, y su distanciamiento cada vez mayor con su padre. Seguro que el abuelo y el nieto mantuvieron una confidencialidad a lo largo de sus años de niñez, adolescencia y juventud. Según ha mantenido el propio nieto cuando ya era un adolescente que, había consultado con tu abuelo toda clase de materias de toda índole. Incluyendo los escabrosos temas sexuales de la época que muchos de ellos siguen siendo tabú.
Sin duda la relación abuelo y nieto fue un remanso de paz, de sosiego y de sabiduría. Para el nieto su abuelo fue un punto de referencia que le ha servido para toda la vida. En aquellos años de su adolescencia aún estaba en pleno vigor el nacionalcatolicismo. El maridaje Iglesia Estado en una dictadura militarista, es el cóctel perverso más peligroso para la educación de los niños y adolescentes. Cuando este hombre llega a su mayoría de edad, el mismo día de su cumpleaños recibe la última paliza de su padre y ya no volverá al pueblo. El acontecimiento es de un dramatismo imposible de escribir con toda su intensidad.
Su abuelo había conseguido que su nieto fuera y sea en la actualidad, un librepensador de corte francés.
A este relato le falta lo más importante y es el testimonio de aquel niño que se montaba en la borriquilla de su abuelo y fue recibiendo las lecciones de oro de la República. En el seno de una dictadura en un pueblo de Castilla la Vieja.
A partir de este momento este periodista que escribe esta nota preliminar, por ahora secuestrada en su cajón de la redacción, se compromete a localizar por todos los medios a su alcance, a aquel niño, que debe de estar ya muy crecido. Para rogarle que escriba este maravilloso relato completo en primera persona. Para gloria de su abuelo y satisfacción suya.
El rastrojo después de la recolección
UN NIÑO, UN ABUELO, UN PUEBLO, UNA ESTRUCTURA SOCIAL AGRÍCOLA
Alfonso Pelayo
Ser niño en un pueblo a veces es fácil o no: es sencillo corretear por las calles, perderse entre melonares y huertas, recorrer caminos, buscar moras, hablar con las personas que te encuentras, o incluso, querer escapar de ellas, pero con la estrategia de un niño: si no lo veo, no me ve; y claro, todo falla por todos los sitios: Cosas de niños.
Ser niño en una estructura campesina de la época de los años sesenta del siglo pasado, tiene su aquel de vivir la libertad y convivir con animales y naturaleza: aprender a respetar y valorar el entorno, porque es del propio entorno que se vive, y aprender el arduo y duro trabajo de siembra, recolección o trilla de la mies.
La estructura familiar era la que era y se daba como se daba: fallaba por todos los lados, quizás por ese cansancio que generaban las estaciones y el tener que trabajar la cosecha. Había mucha practicidad en las relaciones. La política del franquismo había inculcado una infraestructura de poca complicidad, poca valoración y pésima afectividad. Solo los abuelos llevaban otro ritmo; el cansancio de la vida hacía que, durante las pausas, pudiéramos acercarnos a ellos y fuésemos acogidos con más tacto.
Cansancio. Cansancio es la palabra más escuchada en los oídos de un niño de siete años, “eres cansino”, “me cansas”, ¿“no puedes quedarte quieto?”, “mareas”, palabras con las que se aprende a convivir sin necesidad de explicarlas. Quedaba implícita la relación de órdenes y de mandos, y si no se comprendía, zas, la hostia en la cara o la zapatilla en el culo. Esa era la infancia, la nuestra, la que vivimos.
Curiosamente, con los abuelos había otra relación, quizás al ser más mayores, se respetaban más las normas, se sobreentendía que estaban más cansados, que tenían menos fuerza, que su dificultad para seguirnos era notoria, y el respeto; respeto por que habían hecho un trenzado de vida del cual nos alimentábamos. “Esa higuera la plantó tu abuelo y aun da frutos”, el mimo de cuidar el huerto, acarrear agua: cuando ayudábamos, éramos conscientes del trabajo real que se hacía; un niño, a veces no podía hacerlo, pero había que intentarlo.
La educación de los años de posguerra, rancia, simplona y potenciando valores patrios, hizo una generación raquítica, sumisa y llena de máscaras.
Recordemos que la mayoría de maestras y maestros, o estaban en el exilio por sus ideas republicanas, o en la cárcel o les habían matado. Así se las gastaban los asesinos franquistas que dieron el golpe militar e iniciaron la guerra para ostentar un poder y el dinero y una sociedad miedosa que trabajara para enriquecerlos. Yo tuve un maestro así, Indalecio Prieto, jorobado, cuya especialidad era pegar con un palo de escoba a toda aquella persona que lo mirara cuando dijese algo. Había que aprender los textos de memoria, canturrearlos como loros, con las palabras exactas que se habían escrito en el libro. Hasta ahí llegaba la “inteligencia” de esta gente, puesta como maestros de escuela por el dictador, para hacer sociedades aborregadas y adictas al régimen golpista. Eso duró hasta 1972, año en que nos unieron con las chicas y con una profesora, doña Olivia, que había estudiado magisterio; amargada, solterona y poco comunicativa, pero no era amiga de pegar ni de castigos. Venía una nueva época.
Ese machismo se metió dentro de las casas, forjando una coraza irreal: el hombre era el importante; la mujer, para cualquier cosa, sacar dinero, comprar legalmente algo o aceptar una herencia suya, debía tener la firma del marido y su consentimiento. Eso se reflejó en la educación. Una educación llena de agujeros, vacía de contenido, que era un sombrajo de estructuras mentales, sin contenido ni idea, solo una forma de control. Y ahí se deba la violencia, era el germen para que ésta apareciese en cualquier momento que el macho, el hombre se debilitaba o tenía vulnerabilidades. Un castillo de naipes que se quería levantar a la fuerza, dejando fuera a mujeres, hijas e hijos y colocando a cada persona en un lugar, sin que pudiesen moverse excesivamente.
Cumplidos los años de escuela, hijas e hijos deberían ser mano de obra para levantar una economía paupérrima que nunca permitía ahorrar. La estructura empobrecida, solo permitía perdurar en una economía agraria y rural.
Los abuelos eran otra cosa. Las abuelas ayudaban a las mujeres (hijas, sobre todo) en sus quehaceres de la casa, coser, lavar; trabajos duros, sin valoración, formas de subsistir, porque el trabajo principal para la sociedad (y para el machismo) era el del hombre, el productivo.
Nuestros abuelos habían vivido ideas republicanas, formas de libertad; habían conocido a profesores que les ayudaban a pensar, a entender el mundo, las estructuras sociales, la política, la dignidad. Eso lo supe por mi abuelo. Si, yo lo viví.
Los últimos años del franquismo, éste caía vertiginosamente, ya nadie quería una estructura aislada del mundo. El boom de los años 60 y el dinero que se ganó en la industrialización hizo que las sociedades rurales dejaran el campo, emigraran a las grandes ciudades, excepto aquellas personas apocada, que se mantuvieron en lo que sabían hacer. O quizás el miedo no les permitió moverse.
Si, hubo gente en Barcelona, Madrid, Bilbao, que se fueron a buscar trabajo, sin conocer a nadie, comenzando desde cero, pasando calamidades y teniendo grandes ilusiones de prosperar. La mayoría de las personas lo consiguieron: la construcción para ellos, ser modistas o peluqueras, para ellas.
El pueblo seguía igual, quizás con otra forma de moverse de la juventud, otras formas de relacionarse, más información, otros planteamientos, comprender mejor lo que se hacía…. Avanzando, en definitiva.
La gente más joven, aparte de trabajar, quería divertirse. Comenzaban las discotecas: las fiestas de pick up habían pasado de la ciudad a los pueblos y el concepto de ocio era otro. Se oía una radio un poco más libre, con cantantes que nos hablaban de sentimientos, de libertades, de deseos.
El cine era otra forma de entender el mundo, obras más personalizadas donde se transmitían ideas y, sobre todo, una radio, Radio 3 de Radio Nacional de España, que rompió el esquema de radio abúlica que solo pretendía pasar el tiempo. La televisión aún no había llegado a muchos pueblos.
Pongamos la historia de un joven que, al acabar la escuela, le han obligado a cuidar cabras y escucha esa radio, Radio 3. Su cabeza idea, piensa, rompe la rutina y el aislamiento: su imaginación vuela. Oye palabras y poemas, músicas de Aguaviva, Elisa Serna, Luis Pastor, Horacio Guaraní, Violeta Parra, Inti-Illimani, Qui
lapayún, Víctor Manuel, Cecilia, Ana María Drack, la canción protesta hablando de libertad, de dignidad, de lucha, de colectividad…. Y el cine: Luis Buñuel, El expreso de medianoche de Alan Parker, El diputado de Eloy de la Iglesia, Igman Bergman y su mirada interior, Mi hija Hildegard… muchas imágenes para ojos y cabezas ávidas de romper con el pasado, de hacerse adultos y sentirse libres. Si, hubo una amplia estructura social que avanzó todos esos temas y los puso en el candelero, junto a la gente que despertaba y crecía.
Comenzábamos a hacernos adultos: fuimos la última generación que quisimos forzar para ser mayores. Ese era nuestra ansia de libertad. Ideas que iban y venían y planteamientos de qué hacer cuando uno fuese mayor de edad.
Mientras pasaba todo eso, en el interior de las casas se vivía el desmoronamiento de las familias que había existido hasta ese momento; otra estructura se iba formando.
Pórtico de la iglesia de La Hiniesta
CENIZAS EN LA MEMORIA
Alfonso Pelayo
La añoranza tiene que ver con la vida,
no con la muerte.
(Una vez en Europa)
John Berger
“Abuelo, qué son los recuerdos?”
Las facciones de mi abuelo se ensombrecieron y después de una larga pausa me respondió: “Aquello que se ha vivido, hijo”. Con el tiempo me di cuenta que los recuerdos son muchas más cosas, aquello que se ha vivido, lo que uno piensa, lo que se ve o lo que se vive: si, “lo que uno ha vivido”. Pensar es vivir, ver también es vivir, de formas diferentes, pero vivirlo, no solo experimentarlo.
Esa respuesta me pareció todo aquello que la mente de un niño puede esperar. Evidentemente si uno no tiene la experiencia, no tiene cosas vividas, no tiene recuerdos.
Son curiosas las vivencias y la mente. De mi infancia apenas tengo recuerdos, solo algunos tardíos que me hacían pensar en determinadas cosas: La primera vez que tuve conciencia de verme desnudo, de saber que mi sexo era algo asociado a mi intimidad; el primer beso, aquel beso que me llenó de felicidad y a partir de ese momento tenía la necesidad de vivirlo plenamente yo solo, junto a la naturaleza, inmensamente, saboreando esa libertad que producen las sensaciones. Si, eso también son recuerdos, parte de la toma de conciencia o decisiones y hechos importantes que nos han pasado.
¿Entonces qué son los recuerdos?
- Información que almacenamos y luego valoramos
- Algo que se ha percibido anteriormente
- Valores que se crean de lo vivido
La capacidad de los recuerdos es caótica, uno piensa de forma lineal en ellos cuando quiere entender un momento, pero las emociones y sensaciones, unidas a la evocación, hacen que el pensamiento vague por un espacio que no tiene acotaciones y deambula, como perdido en el repaso y el tiempo, en la abstracción.
“Cuando seas mayor, debes recordar cosas importantes de tu vida” me decía mi abuelo constantemente. Él seguramente, recordaba para aclarar sus emociones o sus miedos.
Llueve sobre la ciudad, una ciudad que he recorrido muchas veces y me siento seguro en ella, calles que he ido descubriendo poco a poco a lo largo de la vida, sitios donde surgen situaciones, gestos, cosas que nos ayudan a pensar, a descubrirnos, re-descubrirnos: Recuerdos.
Llueve en esta ciudad que no me gusta, en este territorio de egoísmo excesivo donde cada persona intentamos situarnos en algo concreto.
Son curiosas las ciudades grandes, construcciones que deberían ser humanas, más habitables, donde las personas pudiesen asentarse en ellas y vivirlas con todas sus consecuencias, sin ese anonimato de época moderna, donde se cruzan miradas de deseos, de inquietudes, de acercamiento o lejanía, miradas que nos descubren como seres inseguros, a veces al contrario, otras como personas aisladas en nuestro mundo, o incluso, en momentos amorfos en los que no queremos nada, solo transitar y llegar a nuestro destino, dejando el entorno como algo que nos es deshabitable, desapacible, sin interés; solo un tránsito particular de ese instante en que cruzamos, como esas ciudades que destruyen las ideas, al individuo, la caída del humanismo: Giorgio de Chirico sabía expresarlo muy bien en su pintura.
Mi abuelo me explicaba algunos de sus recuerdos a lo largo de su vida: su quehacer en la República, la cotidianidad de una vida de pueblo asociada al campo, las formas de diversión, las fiestas, la romería. Siempre me hablaba de aquello que era su entorno, nada personal: lo que se relaciona a la vida normalizada y sedentaria de una persona.
Pasarían muchos años hasta que pudiésemos tener conversaciones más personales, pero siempre ocultando parte de la privacidad de la vida y los malos momentos.
“Cuando la vida no es fácil, uno lucha y sueña, pero mi sueño lo he hecho realidad con mis cosas”, me decía con un tono de seguridad y amargura en su voz.
¿Qué relación tiene el recuerdo con el presente, con el momento concreto?
Momentos de una vida que aparecen, que surgen como rendijas de luz, como ranuras que vislumbran una sensación, como eslabones sueltos de una cadena que arrastramos a cada paso. “Uno es todo aquello que ha vivido”. Uno es todo aquello que recuerda, que sabe, que tiene, que tuvo, que intentó aprisionar en un instante, que dejó escapar, que no le interesó…. Que complejidad la del individuo con sus sentimientos, sus deseos, sus pensamientos, sus ilusiones, sus vivencias; lo vacío y lo lleno, lo abstracto y lo concreto. Cada vez somos más budistas, cada vez un poco más sabios, más ricos, más curiosos, más informados. ¿Pero, los recuerdos cómo nos configuran en esa forma?
Vasto tema personal, para ampliarse.
“Yo me acuerdo de muchos momentos importantes de mi vida, de cómo la he ido haciendo”
“Abuelo, ¿y la vida no se puede enseñar?, usted me explicará cómo vivirla?”
“Hijo, cada persona tiene sus inquietudes, sus preocupaciones, su forma de vivir las cosas. Tú debes escuchar y aprender, y luego hacer tu vida pensando en ella, tienes que vivirla”
Llueve en esta tarde gris, es invierno y el día está triste. No sé por qué los días nos influyen tanto, como si fuésemos pura levedad y cualquier cosa externa nos abatiese; esa es la idea que tengo de las personas. Quizá una de las revoluciones pendientes que aún queda, sea el aprendizaje de la felicidad, de la risa, del placer, de la responsabilidad de nuestro ritmo y nuestro tiempo, como lo han hecho otras personas, Clarice Lispector, Milan Kundera, Margueritte Yourcenar o tantas y tantas que bebieron de la filosofía europea del existencialismo y la derrota, una lucha contra los elementos que marcaron una sociedad que no es nada, solo abstracción, juego, que poco a poco nos deforma, nos aísla y nos deja fuera de toda la estructura. Quizá sean estas las reglas de la vida, de una vida que hemos instaurado poco a poco, a golpe de inconsciencia y de libertad irresponsable, de sentirnos jóvenes y potentes, mientras una mano negra dibuja el fondo como un laberinto y espera al acecho como un animal hambriento en la sombra. Ahora sería el turno de la reflexión ya que después de cada acto solemos pensar que es lo que hemos hecho y qué consecuencias alcanzamos a comprender.
Curioso el mayo de 1.968, esa época en que la juventud abanderó una nueva forma de entender el mundo y desechó para siempre a las personas mayores, a la sabiduría, la experiencia.
¡Si, los recuerdos! Abstractos, concretos, leves, vanos, inocuos, incisivos, presentes, idos. Ideas y sensaciones, olores, sentimientos, palabras, gestos, miradas, actos.
La intimidad la asociamos al recuerdo, a la parte más intrínseca de nuestras sensaciones. Se ama aquello que uno construye, eso lo supe cuando salí al mundo, cuando me veía inmerso en él y me generaba dudas. Pero no es fácil valorar territorios que se van descubriendo, que a veces generan inseguridad, tristeza, alegría; emociones que por momentos no sabemos situar y necesitamos tiempo para ubicarlas. Mi abuelo recordaba cosas de su vida junto a mí mientras yo aprendía de sus emociones. Y poco a poco él me iba construyendo, eso lo supe mucho más tarde.
Por qué de pequeño uno quiere ser mayor, ¿jugar a intentar comprender el mundo, ese mundo pequeñito, ese entorno cálido, suave, diminuto?
Los ojos de mi abuelo eran vivos, cansados y tristes, pero en ellos se reflejaba vida.
“Cuando sea mayor quiero ser como usted”. Palabras dichas desde la idolatría, desde el deseo de ser idéntico.
“No, cuando seas mayor, serás como puedas ser”.
Y algo que se rompe: (“Mi abuelo no me entiende”).
“La vida es un camino, tú elegirás el tuyo y te irás formando en él”.
“Por qué no puedo ser como usted?”
“Por qué la vida no es la misma para todos” y sus ojos inquietos me miraban de forma tierna “pero no tengas prisa en crecer, irás creciendo”.
“¿Y cuando sea mayor podré hacer lo que quiera?”
“A veces si, a veces no” me decía.
Recuerdo con sumo agrado a mi abuelo, porque con él aprendí a reflexionar, él me abrió la posibilidad de poder plantearme opciones que para mi corta experiencia no tenía posibilidades. Éste es uno de los primeros recuerdos de mi adolescencia.
El tiempo a veces hace trampas con la memoria: salvamos aquello que nos sirve para ser mínimamente felices. Fernando Savater tiene razón al afirmar que “todos somos optimistas, no por creer que vayamos a ser felices, sino por creer que lo hemos sido” (El contenido de la felicidad, 1.986)
Muchas veces me acuerdo de conversaciones inspiradas por él, unas más cercanas a la simplicidad, otras más abstractas, a su modo, al nuestro. La experiencia, ese campo personal que aceptamos desde la individualidad, me ha ido demostrando que él era un sabio, en su corta sabiduría. Ciertamente, la experiencia es hija de la individualidad, del caminar por el mundo, lejos de leyes que se nos antojan lejanas, vacías, que debemos romper, para no seguir los mismos esquemas del pasado. Curioso este tipo de cosas: curiosas las rupturas, las formas. En realidad, rompemos con nuestra propia cultura, con el entorno que nos delimita, pero lo que hacemos es perdernos en la abstracción para volver a simplificarla. La filosofía sabe mucho de eso.
Pensamientos que navegan en el amplio espectro que se ha vivido, recuerdos y palabras no comprendidas y que quedan en el bagaje de la memoria. Juegos de interludios y sentimientos que se descifran con el tiempo, con la experiencia, con la comprensión de los hechos, con el pensamiento. Sentimientos que se recrean y vamos dándole forma en el espacio de nuestro tiempo.
“Yo no tendré miedo en mi vida, lucharé por ser fuerte”
“La duda es algo natural en las personas, hijo mío. A veces tendrás miedo y otras veces no, pero cuando lo tengas, piensa en ello y no te dejes arrastrar por esa idea, debes aprender a solucionarla y que nada te detenga”
“Usted ha tenido miedo, ¿verdad?”
Y sus ojos azules miraban el cielo, como queriendo escapar de la sensación que alteraba sus ideas momentáneas.
“Muchas veces, pero siempre he luchado por no tenerlo, para que no me matara”
“Yo puedo ayudarlo con los miedos?”
Y su sonrisa amplia, dirigida hacia mí, se dibujaba llenando su rostro.
“Yo tengo mi vida hecha, debes luchar por la tuya”
“Pero con usted estoy aprendiendo a vivir”
“No mi querido nieto, yo te cuento cosas que le pasa a la gente, tú vivirás las tuyas y deberás contarlas a quien confíe en ti, es importante que no te calles”.
“Claro, por eso le pregunto lo que no sé”
IN MEMORIAM
Luego vino el miedo
Invisible y aterrador
Como una mano que mecía
Todo aquello que se pensó en vida
Que se dijo
Que se hizo
Que se mantuvo
A fuerza de voluntad y atrevimiento
El pasado estuvo firme
En los últimos días
Como una guadaña que aniquila
Todo lo que se construyó
Y llegó el descanso
Y la memoria cambia y valora el sentido del final
Absorto y extremo
Ante el miedo del fin y las falacias
De una época que no permitió
Ser uno mismo
En sus propias ideas
Todo acabó en el pánico del cual se había
Huido en vida
O en el dejarse ir leve y tranquilamente
Como una brisa de primavera.
“Y estaré muriendo y tendré
que aprender a morir”
“Y estaré muriendo y tendré que aprender a morir”, palabras que en la boca de mi abuelo sonaban como una invocación a la muerte, una frase que la mente de un niño no podía comprender. ¡Cuánta angustia en vida, yo que me sentía en mi corta juventud, inmortal!
Una tarde mi abuelo reía.
Estábamos al sol, ese sol agradable de la primavera cálida castellana. Era mil novecientos setenta y ocho.
“Se habla de libertad, de nuevos cambios, de libertades de las personas”
“Y ¿qué es la libertad, abuelo, usted era libre?”
“A veces hijo, a veces he tenido la posibilidad de ser libre”.
Su mueca representaba dolores que yo no comprendía, ilusiones rotas, algo que se había caído y no se sabía situar de nuevo. Quizá el miedo rondaba una y otra vez; el miedo a qué.
Curioso el miedo, esa sensación tan abstracta que emerge de lo más íntimo y nos aprisiona, una perturbación imaginaria que pone en guardia nuestro estado de ánimo y no nos permite ver la realidad de forma fructífera a veces.
Mi abuelo se había sentido libre alguna vez, lo deduje por sus palabras, lo comprendí mucho más tarde, pero ¿qué era la libertad desde su punto de vista?
Aristóteles escribía sobre la libertad en su Ética a Nicómano, mil años antes del cristianismo, pero la relacionaba con la voluntad, con la acción, la prudencia y la elección. (Recurro al diccionario).
“La libertad es otra cosa, abuelo”
“Yo no sé mucho de eso, pero yo creo que ahora nos están soltando el ramal y luego, cuando les interese, volverán a acortarlo hijo, pero seguro que ha habido personas que, a lo largo de la historia, han ido pensando sobre ello”
Jean-Paul Sastre hablaba de la libertad como el derecho inherente de la persona; ya por el hecho de ser, uno debe sentirse libre. ¡Complicados estos hombres que piensan sobre cosas tan abstractas!
“Yo me sentía libre en la República para poder decir y pensar todo aquello que me enaltecía, pero ahora ya no”.
Aquellas palabras sonaron extrañas en mis oídos; ¿tanto había cambiado el concepto de persona y de tiempo político, de circunstancias?
Largas conversaciones acariciados por el sol de las tardes de primavera, charlas para entender el momento. Conversaciones del niño que quiere hacerse adulto y adivinar el entorno; diálogos con mi abuelo, una persona que necesitaba curar sus dolores, sus heridas, limpiar las cicatrices.
“Si yo pienso una cosa y no hago mal a nadie, eso es sentirse libre, tener la capacidad del libre albedrío, de decidir por uno mismo” y sus ojos se llenaban de vida, pero en ellos aparecía un punto de tristeza. Quizá el miedo, quizá la angustia de llegar tarde a un razonamiento que se le iba de las manos.
“La gente ha hecho mucho daño, solo por querer y valorar otras cosas, por no seguir los patrones que marcaban personas que no saben apreciar” y de nuevo la tristeza quebraba su voz, leve y lenta, susurrando las palabras, como si tuviese miedo que alguien nos oyese.
“Yo quiero ser anarquista, abuelo, educarme a mí mismo y comprometerse de lo que hago, no necesito miramientos que me digan lo que debo hacer”
“Eso es muy complicado, creo que no te dejarán hacerlo nunca”
“Entonces, tendré que irme del pueblo y hacer mi propia vida”
“Quizá sea lo mejor, hijo, pero tendrás que pagar un precio alto”.
“No me importa”.
Una vida que comienza, otra que se acaba. Me asombraba cómo esas palabras nos animaban a los dos. Si, ésa era nuestra libertad: poder pensar y plantearnos nuestra maraña interior.
Siempre imaginé que mi abuelo era una persona inquieta, creo que era muy inteligente, ya que, dentro de sus pensamientos, había ideas que nunca había oído.
“(¿Qué es ser ignorante, la ignorancia tiene que ver con la libertad, abuelo?)”.
El presente no tiene recuerdos, simplemente se vive, no se acota. Solo el pasado permite visualizar y gestionar los momentos, las emociones, las expresiones: lo vivido.
Cuando uno es joven no tiene memorias, solo tiene recuerdos cercanos, de lo inmediato: siendo joven me sentía eterno, sin finitud y mi abuelo iba coexistiendo con un final que yo veía muy lejano para mí.
Nana caminaba despacio, en esas tardes de calor, tardes de verano áspero y caliente. Era el mes de agosto y ese atardecer mi abuelo me había invitado a ir a la huerta y explicarme cómo se cuidan las fresas. Yo iba seguro, a lomos de la borrica y sentado delante de él.
Tenía ante mi vista toda la extensión del campo dorado, las mieses segadas o aquellas que aguantaban el tórrido verano con las espigas caídas. Me sorprendía el paso cansado de Nana y la tranquilidad de mi abuelo; yo que quería llegar pronto, descubrir cómo se cuidaba una huerta, ver las fresas, hacer preguntas…. Pero mi abuelo llevaba el mismo ritmo sosegado que la borrica, ese ritmo pausado de ir lento, seguro, bajo el sol tórrido de verano. Entonces comprendí que los animales tienen su propio ritmo y que era importante el trayecto, disfrutar del camino para llegar y trabajar de forma segura en aquello que interesaba.
Una tarde de libertad correteando entre melones y sandías, calabazas, alfalfa, fresas, lechugas… y ese frescor que da la tierra fértil, abonada y regada. Luego, las vueltas a la noria, pausadas, con los ojos tapados de Nana y después el pasto fresco allá donde desaguaba la huerta, hierba preciada por la borrica. Miraba a la burra pacer la verde y fresca hierba y pensaba que la disfrutaba igual que mi abuelo disfrutaba haciendo sus cosas.
Yo cogía moras, mientras mi querido abuelo, laboriosamente, excavaba, hacía surcos, quitaba hierbas, cambiaba tierra, cuidaba sus plantas, de forma tranquila y armoniosa, como quien tiene entre sus manos algo muy preciado.
“Hay que abonar el campo, pero no excesivamente, luego regar a mano, lentamente y con poca agua, mojar las hojas para que respiren y se limpien; una vez que la tierra esté seca, se añade más agua en los surcos para que vaya absorbiendo despacio y la planta coja la cantidad que necesite, la que no quiera irá a la propia tierra”.
¡Cuanto mimo demostraba a sus plantas, a sus cosas! Prudentemente hacía su labor, como si trabajase una filigrana, o aquellas manualidades que hacíamos en el colegio y requerían toda la atención para que saliesen bien.
(“¡Abuelo, si supiera que cuando hago cosas me viene su imagen a la memoria, esa imagen cauta y serena regando las fresas!”). Luego, tomábamos una cada uno: para mí siempre la más madura, para él aquellas que estaban aún duras, para ver el proceso.
“Están ricas y serán dulces. ¡Mañana de postre, fresas!”.
De vuelta, con paso decidido, a la caída de la tarde, Nana, mi abuelo y yo, queríamos llegar pronto a casa. Había acompañado a mi abuelo en sus quehaceres, había aprendido a cuidar las fresas y había descubierto sensaciones que eran nuevas: la serenidad, ser ecuánime con el entorno, con la naturaleza.
Mi abuelo caminando, llevando del ramal a Nana, y yo subido a ella, notando la brisa de la caída del sol en la cara, sereno y disfrutando del trayecto. Un nuevo campo para descubrir, una sensación nueva abriendo experiencias que después llevaría a mi vida.
Y Lori detrás, meneando su cola, contento y con la lengua fuera por la caminata y el trote.
Mi abuela haciendo la comida y mi abuelo tendiendo la ropa.
A veces hay comentarios que uno no entiende, pero que a fuerza de planteamientos encuentra la estructura básica de comprensión. “Tu abuelo es un calzonazos, ayuda a tu abuela, hace cosas de mujeres”, palabras terribles que acusan a aquella persona que amas, que valoras, que tienes como modelo, y la mente pequeña, pequeñita de un niño, no llega a comprender.
“Qué envidia tener un marido como el que tienes”, palabras dichas con admiración a mi abuela, en boca de sus propias vecinas mientras cosían a la solana. Complejidad de la situación para un niño que comienza a descubrir las emociones a sus siete años. Acusación de hombrecitos que siguen los esquemas de los hombres, orgullo de mujeres que se sienten cansadas de un esfuerzo baldío; deseo de una autoestima que no se aprecia en lo cotidiano, ganas de valores de un esfuerzo que genera una sensación de infravaloración. (Infravalores = precios: deseos, en definitiva).
Nunca vi a mi abuelo acariciar a mi abuela, pero su relación estaba llena de respeto, de no interferirse nada entre ellos, cada cual, a su modo, en sus cosas, valorándose mutuamente y haciendo otras en conjunto; era como ese mimo con el que se cuidan las fresas, con esa ternura que conlleva el ayudarse, el estimar lo que cada quien hace.
Octavio Paz en su libro “La llama doble” habla de la compasión asociada al amor, de la piedad en el término cristiano. La pasión es no-espacio que genera tensión, vampirismo, apropiarse del otro, pulsión. Lo contrario es la compathía, esa palabra empleada por Petrarca para designar la convivencia, el cuidado, el proyecto, la forma de vida, la empatía en el mundo moderno.
No sé si la piedad o la compasión estaba en la relación de mi abuelo; quizá había otras cosas más importantes e íntimas como la ayuda, la solidaridad, la ternura, la confianza, el valor que se daba a lo que hacían, lo que se desempeñaba.
Un día, hablábamos del futuro.
“Debes hacer tu propia vida” me contaba, “ante todo intenta vivir feliz, no te importen las críticas ni aquello que los demás digan de ti. Te casarás y tendrás hijos; debes procurar que sean felices y dejarlos hacer su vida, que aprendan a desenvolverse en el mundo, pero tú has de estar ahí para ayudarles en muchos momentos”.
“Abuelo, no me casaré, me siento bien con los chicos”.
Las cejas canosas de mi abuelo se alzaron perplejas y una ráfaga de miedo entró en todo mi cuerpo. Fragmentos de segundos en los cuales, la mente traza rápida la estructura: (“No es posible que mi abuelo no me comprenda”).
“Hijo, no debes decirlo a mucha gente, pueden hacerte daño. En la vida siempre ha habido personas como tú, las hay y las habrá, eso no se sabe cómo es”.
Y la tranquilidad volvía a mi pecho fatigado y la boca sonreía de forma tranquila.
“Pero usted conoce a alguien?”.
“No conozco a nadie, pero hubo otro tiempo en que eso no era un problema y para ti nunca debe serlo”.
Uf!, la respiración que sale sonora, el pecho que vuelve a su comodidad de nuevo. (“No debo tener miedo”), esa era mi conclusión, (¡“no debo tener miedo, es normal!, pero no debo decirlo”).
Muchos años tardé en comprender esa conversación: mi abuelo, que vivía aislado por el miedo de ser diferente, impulsaba en mí una fuerte sensación de seguridad. ¿Qué cosas son el miedo y la seguridad?
Años más tarde comprendí que el miedo estaba asociado a la inseguridad; si había algo que yo no tenía claro, dudaba, pero a fuerza de pensar, desmenuzaba la madeja de los pensamientos para llegar a las conclusiones básicas. Eso me daba seguridad, valentía para llevar la cabeza alta y demostrarme que esa era mi forma de vida, como lo había hecho mi abuelo, pero él con su cabeza agachada, doblegada, aislado, en un pueblo en el que la mayoría de los dedos eran acusadores, de forma directa o indirecta.
La época de la dictadura le quitó su fuente de trabajo, la panadería, pero no logró cambiar sus convicciones, sus ideas, su amor a mi abuela, sus pensamientos solitarios o sus conversaciones personales conmigo (años más tarde). No se doblegó en su intimidad. Él, a su modo, levantaba la cabeza en su pequeña parcela humana que había creado, en su microcosmos, con sus cosas y la gente que le rodeaba, demostrando lo que quería, lo que valoraba, teniendo la importancia en todo aquello que decía o pensaba.
Ahora yo hago lo mismo, busco en esas cenizas pequeños rescoldos de dignidad que me equiparen a la idea y al recuerdo que tengo de mi abuelo.
Aquella tarde de mil novecientos setenta y ocho mi abuelo reía; hablábamos de libertad.
“Me sentiré libre y haré todo aquello que desee hacer, nadie podrá impedírmelo”.
La mirada de mi abuelo se llenaba de vida, sus ojos pequeños y cansados también sonreían.
“Ahora hablas así porque no sabes lo que es la responsabilidad, pero la libertad tiene mucho de ser laborioso, responsable”
“Y qué es la responsabilidad?”
“Una persona que es formal en sus palabras, en sus actos, en sus pensamientos, en sus consecuencias; aquel que toma decisiones y las lleva a cabo, que tiene influjo hacia si, que demuestra que se puede confiar. Lo leí en un libro que me dio don Ángel el maestro, y nos hacía pensar en esa frase”.
“Eso es muy complicado, abuelo. ¿Cómo podré aprender todo eso?”
“No te preocupes pequeño, tendrás tiempo para irte instruyendo, para hacerlo; tú recapacita en todo aquello que haces y en lo que te hacen, nunca cierres los ojos, mantente a la expectativa de lo que pasa, intenta entender las cosas, y sobre todo, referente a todo lo que sientes; eso hará que te responsabilices de lo que haces, de lo que piensas, de lo que eres y de lo que tienes”
“Y usted se siente responsable de todo eso?”
“Claro, hijo, claro que sí, de todo. Eso es lo que me ha hecho ser una persona con una vida digna, con mis ideas y también me ha ayudado a conocer a personas que viven de la misma forma”
“Y que personas viven como usted en este pueblo?”
“Pocas, hijo mío, muy pocas, pero alguna hay”.
Yo nunca había visto a mi abuelo en el bar, pero un día me sorprendió que también hablaba con la gente. Pensaba que mi abuelo estaba aislado, que solo vivía para su familia, para su huerta y su viña, para su campo, para mi abuela. La mayoría de sus compañeros de escuela, quizá prefirieron olvidar aquello que habían aprendido para sobrevivir los tiempos duros y él, en lo público, también.
Veía a mi abuelo tranquilo en sus conversaciones sin importancia, diálogos de encuentros en la calle, con los vecinos.
“Buenos días Jerónimo”
“Buenos días César, un buen día para la huerta”
“Si sigue este tiempo tendremos buenas fresas”
Mi abuelo reía al hablar de libertad
“Esperemos que esa libertad que se anuncia sea de verdad, que permita que todos vayamos con la cabeza muy alta, con la claridad de que uno es como es, como piensa. Yo me creo ya pocas cosas, hijo”
En ese momento me di cuenta que la fuerza de mi abuelo se empequeñecía y la que tenía, la necesitaba para su aprendizaje de la vejez, de la soledad, acaso de la muerte. Me sorprendía su entereza, su forma de reflexionar, esos fantasmas que se habían instalado en su cabeza y le ataban al pasado, a un pasado que quizá nunca pudo desanudar, que le marcó para siempre en su forma de entender el mundo, de vivir. Pero mi abuelo era feliz, de eso tenía pleno convencimiento y yo no sabía describirlo. Si, era feliz en sus pequeños momentos tomando el sol, pensando o sintiendo la brisa sobre su cara apacible.
No tengo ninguna foto de mi abuelo, pero recuerdo su semblante sereno en aquellas tardes de primavera, viviendo sus setenta años en su cuerpo pequeño, dolorido, tranquilo.
En algunos momentos reflejaba el dolor en su rostro, una especie de amargura lacerante que intentaba no dejar escapar, como si su vulnerabilidad se quebrase si alguien le veía un pequeño atisbo de abatimiento. Pocas veces lo vi reír en su final, pero sabía que era alegre, vivo; siempre lo recuerdo sereno, ensimismado, viviéndose para él. Ésta era su última etapa.
Unas navidades me abrazó fuertemente y yo me puse a llorar, lágrimas amargas que me dolían excesivamente. Era el año de mil novecientos ochenta y tres.
“Adiós pequeño, nunca olvides lo que hemos hablado. Debes de ser feliz por encima de todo” y el llanto cubrió mi cara y mi garganta dejándome sin palabras. Él también lloraba y fue la única vez que vi lágrimas salir de sus ojos.
Una mañana fría de febrero murió y su rostro reflejaba esa paz que siempre había tenido. Me impresionaba su semblante, yo no encontraba diferencia en él, lo veía vivo.
“Mi abuelo sigue vivo, ahora solo vive dentro de sí, está con sus pensamientos, aprendiendo y disfrutando de su paz, aún no ha muerto”.
Y queda la ceniza, como el elemento incombustible y residual del cuerpo sólido, aposentada en la memoria, en esta memoria de este presente en la que mi abuelo sigue vivo en nociones y hechos, en mi propia historia, rompiendo la levedad y la fragilidad de seres anónimos que pasan, o pasamos, por determinados espacios de la vida. No es abstracción, aunque el recuerdo sea eso, es aprendizaje, es genética que se ha trasferido a mi cultura, a mi forma de vida, estudio y vivencia, resumen de un proceso de aprendizaje donde los detalles y lo minúsculo toman su interés, los fragmentos y la entidad, unidos en este preciso momento.
Y mi abuelo sigue sonriendo a veces: él está ahí con su rostro repleto de paz, de ternura, de gestos.
“Y estaré muriendo y tendré que aprender a morir”
El Ocaso