Un titular así parece hiperbólico si consideramos las intenciones pacificadoras de un país que no posee en su historia antecedentes guerra civilistas. Es arquetípica esta convivencia bien intencionada donde los extremismos están al margen de la voluntad en la solidaridad de los españoles para forjar su futuro en paz y con la prosperidad que otorga un buen gobierno.
Además es extremista una percepción tan inconsciente, considerando que nuestra emblemática democracia se sostiene sobre pilares reforzados de cristalinidad y no existe ningún misterio sin resolver como cuenta pendiente que erosione la verdadera libertad a la que aspiramos los españoles, con un proceso constitucionalista que ha unificado criterios sin divergencias dignas de mención. La unidad territorial es bastión significativo de las actitudes por evitar disensiones baladíes que perjudicarían el desarrollo pacífico de las múltiples voluntades, aunadas en un constructivo cariz regenerador del cual alimentarnos en provecho de un mañana que a todos nos compete.
Las discordancias entre clases sociales están erradicadas con el trabajo conjunto en pos de un mismo objetivo de bienestar, preconizado por las fuerzas políticas que han comprendido la importancia de trabajar por la ciudadanía de la que se nutren las arcas de un Estado incapaz de malversar el esfuerzo de las gentes que confían en sus gobernantes.
Podemos prescindir de radicalismos porque existe una confluencia de pareceres que convergen en un mismo sentido de integración, importando el pueblo que se nutre de múltiples recursos sin disensiones importantes que no sean un capricho ideológico inocuo y que enriquece la diversificación política sin enfrentamientos.
En las elecciones europeas ha ganado la moderación y se obvia la idiocia de liderazgos radicados en la intransigencia visceral. No se percibe el discurso incendiario de quienes justifican como democrático la tenencia de armas, ni tampoco son escuchados cantamañanas que con vil oportunismo pretenden liderar inconformismos hasta la extenuación de las paciencias, con llamamientos constantes a la desestabilización mediante consignas de contienda civil.
Es desmedido el titular de esta columna que desprecia el consenso en la selección del régimen democrático vivificado por el olvido de las rencillas históricas, si es que alguna vez las hubo, con la conveniencia entendida de que no existe mayor reto contra la estupidez que ser capaces de mirar al futuro sin pretender trasladarnos a un pasado revanchista que en España es inapreciable a estas alturas de nuestras democráticas miras, después de tantas décadas moderadas por la benevolencia de cuantos convirtieron la munificencia en estandarte cromático bajo una misma bandera de anuencia por la paz.
Al no existir extremismos ni peroratas de carácter desintegrador, ni descontentos arraigados en el instinto auto destructivo, advertir que España se dirige hacia la contienda civil es absurdo, considerando que el árbitro de la Unión Europea rige con absoluta seguridad su propio destino y el de todos los países que la integran sin convulsiones dignas de consideración y acreedora de toda credibilidad. Nadie pretende que España se pueda equiparar a una Venezuela bolivariana, lo que sería indicativo de una enfermedad terminal si la gente ignorara los males radicados en países que han llegado al empobrecimiento mediante la reivindicación golpista de la asonada popular en las calles. Este país está henchido de inteligencia para caer en la burda trampa de la estulticia totalitarista y la demagogia facilona del populismo.
Estamos todos de acuerdo en que no hay nada que temer, pero en esta lineal convivencia que disfrutamos en España es necesario aportar algo de alarmismo para no caer, digo yo, en el aburrimiento. Sabiendo que las cosas nos van a satisfacción incondicional de tantos elementos ideológicos tan bien avenidos, no está de más entretenernos con simulacros de alarma por si llegado un día toca divertirnos al estilo Goya garrota en mano, divertimiento en grado sumo, con esta situación surrealista que nos ha tocado vivir en pleno siglo XXI.
Si hubiéramos tenido un 11-M, punto de partida del declive ficticio de España, pensaría que, si no andamos con mucho cuidado, estamos en los prolegómenos de una convulsión social sin precedentes. Afortunadamente, todo lo que digo es absurdo porque Zapatero no existió y Rajoy es consciente de lo que nos jugamos en dos años más de gobierno. No pasa nada, todo controlado.
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