A los mercados se les atribuyen efectos perversos, casi demoníacos. Toda la culpa del desaguisado económico es de ellos, de su frío cálculo, de su taimado egoísmo. Y es verdad: el mercado es egoísta. Se mueve por la sencilla premisa de sacar la máxima rentabilidad a sus recursos con el menor riesgo posible. Lo mismo que la señora que va a una frutería de otro barrio buscando los tomates más baratos; o el jubilado que cambia de banco para dar una mayor rentabilidad a sus modestos ahorros. En el fondo, es el mismo mecanismo psicológico, la misma lógica que mueve, pongamos, a un fondo de pensiones o a un gran banco que, por otra parte, defiende los intereses de miles de inversores, la gran mayoría pequeños. Entre nuestra señora de los tomates y el consejo de administración que decide una inversión estratégica, la diferencia es cuantitativa (astronómicamente cuantitativa, quizá), pero no cualitativa.
Diré un par de cosas en favor de este egoísmo. La primera es que es sano y que, sin él, no habría desarrollo económico ni se crearía riqueza. Es la famosa ‘mano invisible’ de Adam Smith. En una sociedad de contemplativos que se dedican a mirarse el ombligo, estaría en la edad de piedra. El egoísmo mercantilista no entiende de fronteras, nacionalidades, culturas; ni siquiera de opciones sexuales, religiosas o estéticas. Puestos a buscar una ideología no discriminatoria, no hay ninguna que le aventaje.
La otra razón es que el egoísmo del mercado tiene sus defectos, pero las alternativas que nos proponen nos ponen los pelos de punta. Si para sustituir a este mecanismo ciertamente perfectible, se me ofrece el nacionalismo populista al modo venezolano, el indigenismo de Evo Morales, la autarquía de retórica victimista (qué malos son los demás) del anciano Castro, o esa difícil utopía verde de volver a la sociedad preindustrial con coches y hospitales; entonces, como dijo aquel enfermo, cuya silla de ruedas se despeñaba a una velocidad progresivamente acelerada, ¡Virgencita, que me quede como estoy! Dicho más claramente, prefiero que me gobiernen los judíos de Wall Street o los tecnócratas sin alma de la City, que los iluminados de un misticismo que siempre conduce a la pobreza y la falta de libertad.
Una cosa más: la deuda gigantesca de los países desarrollados, que tiene asfixiada a la economía, no la provoca el mercado, sino los Estados. El Estado se endeuda -por motivos políticos, por intereses partidarios, quizá por necesidad- y tiene que recurrir al mercado para obtener liquidez. El mercado lo presta. Luego, por supuesto, quiere cobrar. Como usted y yo a fin de mes.