3 octubre, 2016
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España es un país donde los sinvergüenzas han proliferado en olor de multitudes. No es culpa solo de los que admiran con poco tino a los estafadores que la han llevado hacia la ruina institucional, política y económica, sino también de los grandes actores del esperpento español que han mostrado sus mejores caras ocultando los defectos con una hipocresía muy común en la idiosincrasia de nuestro pueblo.
Cuesta creer que una relación tan correcta con El Imparcial.es, desde el principio mera apariencia por lo que se ve, haya degenerado en una muestra de parasitación e iniquidad que encarna a la perfección Joaquín Vila, un director de periódico que por la cara impone un despotismo arraigado en la carencia moral y en la deshonestidad sostenida que pone en tela de juicio ya no la profesionalidad de él mismo sino la del propio Luis María Anson y la Fundación Ortega-Marañón.
El concepto que yo tenía del académico, antes y después de conocerle personalmente, era respetuosamente satisfactorio. Pero después de tratar durante años a hombres públicamente descollantes del panorama socio económico español, con la implícita decepción que conllevó descubrir que no es oro nada de lo que reluce, me he visto obligado a meter en el mismo saco de las desvergüenzas a un Luis María Anson que no es ni de lejos lo que parece.
Basta saber de estos prohombres en la cotidianidad de sus esencias personales para desmontar la farsa teatral que desempeñan cuando actúan, sabiéndose observados por el ojo crítico de la sociedad donde medran disimulando las actuaciones que los definen verdaderamente.
La guarrada provocada por El Imparcial.es no es un hecho puntual y aislado sino una demostración generalizada de la desvergüenza, la falsedad y la falta de ética que se estilan en quienes la han protagonizado.
Los caraduras no pueden ocultar lo que son tras el discurso falaz cuando las acciones de su inmoralidad sobrepasan la fama de las falsas apariencias.
Anson está mostrando esa cara del aprovechado que es tan necio como para seguir mostrándola despreocupadamente mientras se arranca la máscara del honor. Un día se mirará en el espejo de la conciencia y verá horrorizado su propia faz, la cínica y desalmada, que ignora el valor de la decencia sellados sus labios ante la flagrante injusticia. Su premio Príncipe de Asturias es como ese talento de la parábola que el avaro entierra para dar cuentas a su Señor.
Un premio sin ejemplo es un valor inexistente, un regalo inmerecido, un disfraz con el que considerarse desnudo, acaso mal tapado por la propia vergüenza. La apariencia engaña y lamento que también con Anson. Quizá despierte de su quimera tan honorífica para tener el detalle de ser sencillamente honrado.
Quisiera creer que todavía hay algo de esa humanidad de la que puede presumir por su premio Príncipe de Asturias, aunque haya escaseado hasta ahora el ejemplo.
Procede una disculpa por esta barrabasada y un justo pago por un trabajo aportado durante casi dos años, semana tras semana. Es tan evidente que no cabe argumentación sino la actuación honesta de los responsables, sin más.