Desde siempre el hombre ha intentado reflejar la realidad y su propia vida en imágenes. Desde nuestros bisabuelos, que dejaban sus pinturas de humanos y animales en las cuevas, a los actuales selfis, el ser humano siempre ha reproducido la realidad. ¿Por qué? ¿No le basta ya con su vida, con el mundo, con todo esto tan gravoso y difícil, tan lleno de claroscuros? ¿No está suficientemente ocupado y preocupado el hombre con esta vida para crear otra paralela, virtual? Es realmente un misterio esa tendencia irreprimible a duplicar la realidad; tendencia que acompaña y acompañará al hombre mientras dure su paso por la tierra.
En el fondo, lo que pretendemos es retener lo que huye, hacer permanente lo pasajero, poner diques a ese cósmico río de Heráclito que nunca ha dejado de fluir. En una palabra, nadar contracorriente del tiempo y de la muerte -gesto humano heroico, pero, al final, siempre inútil-.
Con la revolución tecnológica, cualquier momento -triste o alegre, público o privado, sórdido o sublime- queda cosificado en el tiempo y pasa fácilmente al infinito universo digital. Así, esta tendencia a duplicar la realidad, que desde el Neardental nos acompaña como una sombra, toma una presencia excesiva y casi totalitaria. No hay nada que no se considere digno de guardarse para la eternidad: el encuentro con un amigo, la entrada a un quirófano, las primeras palabras de un bebé. Móvil en ristre, a cualquier hora o en cualquier circunstancia, inmortalizamos miles de momentos, imágenes, gestos, lugares insustanciales. La proliferación de estas imágenes hace que se pierda esta sustancia ritual y mágica. El rito, repetido hasta la nausea, se convierte en rutina. Recuerda esta pretensión aquel cuento de Borges en el que se hace un mapa tan grande y detallado, que termina confundiéndose con la realidad.
Por el contrario, el arte antiguo, las fotografías de nuestros antepasados suponían rito y solemnidad. Todos conservamos esas deliciosas fotos de nuestros abuelos, en las que posaban con sus mejores galas y sus gestos más solemnes.
Hay, además, otro matiz importante en este asunto: una de las delicias de las cosas terrenales -delicia que estamos extinguiendo- es su carácter efímero. Los momentos intensos son, ay, pasajeros; y esta fugacidad es parte intrínseca y paradógica de su maravilla. Su encanto agridulce es que pasan y, luego, con ellos fabricamos los recuerdos y las nostalgias.
Quiero que mis momentos, felices o desgraciados, intensos en todo caso, sean efímeros; pasen arrastrados por el tiempo y se hundan en el olvido o el recuerdo remoto. Si permanecen siempre, pierden su médula más íntima, su secreto fuego. A fin de cuentas, este mundo terrible y magnífico es, como reza el verso de Quevedo, un fui, un será y un es cansado