Foto: Pedro Taracena
Mi pasado como creyente yo diría que fervoroso, me permite comprender a los actuales católicos y sus manifestaciones. Fui producto genuino del nacional-catolicismo impuesto por los vencedores en la Guerra Civil. Contubernio entre la Iglesia y las fuerzas militares, falangistas, caciques, monárquicos y capitalistas. Yo fui uno de los españoles que no sólo se aprendió la doctrina cristiana al pie de la letra, sino que se la creyó con auténtica fe ciega. El catecismo del padre Ripalda en su niñez y el Mortarino en su adolescencia, modelaron mi perfil de hombre dócil al eslogan: “quien obedece nunca se equivoca”. Sacaba un sobresaliente en Religión, mientras en Matemáticas sacaba un cinco. Y así fue, me convertí en un fiel adepto defensor de los predicados de la Iglesia. Mi verdadera conciencia católica, apostólica y romana se fraguó en el confesionario. Aunque la clase y el púlpito contribuyeron a mi educación católica, el confesionario fue decisivo para castrar mi sexualidad de niño y de adolescente. Nada de lo que yo pudiera sentir en mi cuerpo me estaba permitido. Nada de lo que yo pudiera razonar con mi libre albedrío, me estaba autorizado. La razón estaba sometida a la fe, y si mi razón cuestionaba algún artículo de fe, debía de someterme a su total irracionalidad. En aquel siniestro cuchitril, el confesor cargaba de culpas mi conciencia para hacerme esclavo de una doctrina que yo creía que me hacía más libre. Todos los postulados que ahora y siempre configuran el credo católico, fueron asumidos por mí, respetando puntos y comas. ¿Cómo ha sido posible que se haya producido el cambio? Como toda transformación ha sido paulatina, siguiendo un proceso de deseducación. Es decir, eliminar la enseñanza inculcada y reemplazándola racionalmente por otro comportamiento asumido con más humanismo. No fue nada fácil ya que el sentimiento de culpa y el temor al castigo divino, no eran fáciles de erradicar.
La Constitución Apostólica Gaudium et Spes del concilio ecuménico Vaticano II, me hizo comprender que la doctrina cristiana podía prestar un servicio al mundo actual. Las encíclicas de Juan XXIII, Mater et Magistra y Pacem in Terris, así como la Populorum Progressio de Pablo VI, me hicieron romper el paradigma que la Iglesia había sostenido, sobre todo en España, después de muchos siglos. Y según yo razonaba descubría que la doctrina de Cristo interpretada por “su” iglesia, estaba prostituida, e iba asumiendo la Teología de la Liberación, que sí era una respuesta cristiana basada en las Bienaventuranzas. También pude comprobar que esta respuesta teológica era molesta al poder eclesiástico. El prelado Óscar Romero y el jesuita Ignacio Ellacuria, eran mártires por defender a los desvalidos, con el silencio cómplice de la púrpura eclesial.
La Iglesia oficial optó por minimizar los efectos del concilio y haciendo algunos retoques en la liturgia, siguió apegada al poder dando la espalda a los necesitados. En el caso de España, estudiando la historia más reciente, cuando mi conocimiento de estos hechos fueron contrastados y razonados, mi espíritu crítico me liberaba más de los viejos prejuicios religiosos. Descubría que la distancia entre la doctrina original de los cuatro evangelios y la praxis de la Iglesia cada día era más insalvable. Además la complicidad de la Iglesia en crímenes de lesa humanidad, que comenzaron el día 17 de julio de 1936 que hasta la fecha han quedado impunes, me hicieron reaccionar y apostatar del estamento eclesiástico, que nada tiene que ver con la doctrina dictada por aquel Jesús de Nazaret, hijo de un carpintero. El montaje de la Iglesia universal, poniendo en escena una estructura medieval al servicio del siglo XXI, es un esperpento. Un disparate al servicio del poder con el cual está en perpetua connivencia. Bajo el pretexto de que: “Su reino no es de este mundo”, sólo procura la salvación de las almas; ignorando todo lo que supone la Declaración Universal de los Derechos Humanos; depreciando la felicidad de la humanidad.
Una vez situado en este lado de la realidad, sin despreciar que la trascendencia es una cuestión de cada uno en privado, mi postura ante este esperpento eclesial ha de ser activa. De crítica y denuncia de todo aquello que va en contra de la voluntad laica del pueblo. Esta lucha comenzó con el Renacimiento, siguió con la Reforma protestante, más tarde la Ilustración, el Liberalismo, el fin de las monarquías absolutistas, rompiendo la alianza trono altar, ejemplo drástico de ello, la Revolución Francesa y la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano. En el siglo XX se logra la Declaración Universal de los Derechos humanos en 1948. Todos estos avances se han hecho logrando romper el maridaje Iglesia Estado. El poder ya no viene de Dios y el monarca ya no masacra a su pueblo. El rey reina pero gobierna. El poder emana legítimamente del pueblo y queda establecido en la Constitución. Cuando esta evolución europea se compara con la España de esa misma época, mi agnosticismo se reafirma y a pesar de la terquedad episcopal, yo soy de hecho un apostata legítimo, aunque no formal. La libertad de expresión conquistada en España, me concede y así hago uso de condenar, en nombre de la justicia y la razón el maridaje anacrónico de hecho entre la Iglesia y el Estado. La gestión de la política en el Estado laico, obedece a organizar la convivencia como si Dios no existiera. La religión debe de salir de las escuelas públicas. Con el dinero del pueblo no se puede financiar ninguna religión. Las propiedades de la Iglesia que sean obras de arte o de interés público, deben ser propiedad del Estado. De otro modo, su conservación y restauración deben ser por cuenta del estamento eclesial.
La postura timorata del Gobierno, pidiendo aquiescencia a la Iglesia para dar una solución al Valle de los Caídos, es la prueba de la pérdida de papeles y la sumisión del Estado a la Iglesia. Este siniestro lugar fue mandado construir por el dictador sanguinario, en memoria al triunfo aplastante sobre la República y los que la defendieron. Como no podía ser de otro modo albergó en esta nefasta caverna a un cenobio benedictino. Evidentemente sus crímenes hicieron propietarios de este lugar a: Franco y su ejército, a la Falange y el Movimiento Nacional, y a la Iglesia que bendijo la masacre como Santa Cruzada. Y de hecho han exhibido su victoria día tras día. El Gobierno no está legitimado para acordar con la Iglesia nada de espaldas al pueblo. La necrópolis que sepulta la montaña de Cuelgamuros es del Estado. La abadía es patrimonio del Estado como el monasterio de El Escorial, y la basílica es también del Estado y además tienen algo que decir los familiares de los republicanos y nacionales que están ahí sepultados con su consentimiento o sin él. La Constitución no autoriza al Gobierno a negociar en régimen de igualdad a la Iglesia y al Estado. Toda concesión a la Iglesia aleja la reconciliación entre las dos Españas. Ya son demasiadas brechas abiertas: Franquistas y sus víctimas, republicanos y nacionales, derechas e izquierdas, ricos y pobres, familia cristiana y las otras familias, el 15-M (*) y el 20-N (**), y ahora católicos y laicos. El comportamiento del Gobierno es una buena forma de fosilizar la Constitución, sin resolver sus exigencias.
(*) El 15-M es el movimiento del cual surgió PODEMOS.
(**) El 20-N es la fecha en la cual murió el Caudillo de España Francisco Franco.