Las masas lo ocupan todo. De su papel de pasividad y seguidismo pasan a situarse en el primer plano de la historia. Dejan de ser un sujeto silencioso e imponen sus preferencias, sus gustos, sus criterios. Ya lo observó Ortega hace más de siete décadas. Su Rebelión de las masas se publica en 1930[1]. Tres décadas después, en Understanding media (publicado en 1964), Mac Luhan lanza una del las frases “fetiche” de la cultura del siglo XX: “El medio es el mensaje”. Lo mismo una que otra idea han sido glosadas ab nauseam y, por supuesto, interpretadas y malinterpretadas con frecuencia. (Ejemplo: a las ideas orteguianas se les atribuye una dimensión “política”[2] que no tienen; en cuanto a Mac Luhan, ha sido considerado un apocalíptico profeta del desastre o un ecologista radical, enemigo del progreso. Hay de todo.) Pero aquí me interesa destacar en estos asertos el carácter de profecía que el tiempo ha venido a confirmar.
Se confirman viendo la miseria estética, la pobreza moral, pero sobre todo la vaciedad conceptual de los contenidos de los medios[3] de masas, sobre todo de la televisión. Los medios se vacían de contenido hasta convertirse en pura apariencia; sus palabras rebotan en la Nada y producen un eco que se pierde; es todo momentáneo: pura forma. El medio suplanta al mensaje. El mensaje, en realidad no existe. Tiene poco que ver con la realidad. De hecho, su apoyatura en la realidad puede ser muy pequeña; la indispensable. Pueden darse largos debates sobre acontecimientos deportivos o mundanos que no merecían más que un instante de atención. Se le pueden colocar un gran número de micrófonos a cualquier personaje semianalfabeto, como si fuese a decir algo de lo que depende nuestra salvación. Todo esto es la confirmación palmaria de la profecía macluhanriana, de que el medio sustituye al mensaje; de que realidad y realidad virtual se confunden; de hecho la constatación de que, entre un pasado que ya no es y un futuro que es proyecto, toda realidad es virtual.
Por otro lado, las ideas orteguianas vienen a señalar al aspecto sociológico de este fenómeno. Es el hombre-masa con sus gustos simples, con su “primitivismo” (palabra muy querida por Ortega), con su elemental contextura intelectual y su nada exigente inquietud moral, quien ocupa la pantalla (es decir, el primer plano del “teatro del mundo”) e impone sus gustos. Y hay algo que escapa a este autor y que en las sociedades avanzadas como la nuestra cobra la mayor relevancia: este hombre-masa es un homo economicus y un consumidor por excelencia. Con sus gustos manda en el mercado y, por tanto, también en la producción cultural. Una sociedad desarrollada e igualitaria económicamente le permite consumir y, por tanto, “decidir”. Este hombre se encuentra, afortunadamente, en una democracia y no sólo decide económicamente, sino en otros ámbitos. Aquí hay otro punto delicado del debate: las mayorías, en una democracia, ¿sólo deciden en las elecciones; o también extienden su poder a la ética y la estética de los medios? Gustavo Bueno, intelectual nada sospecho de conformismo, ha puesto el dedo en esta llaga; en el derecho de las mayorías a un tipo de medios y contenidos que sean de su gusto como una exigencia democrática[4]. ¿Cómo compaginar esto con un sentido de la democracia ilustrado, de dirección de los mejores y valoración de la excelencia que nos es más propio a los europeos? ¿Se puede mantener una actitud de simple crítica elitista e intelectual, dando a la palabra “masa” una connotación negativa?[5] ¿Puede haber un equilibrio entre este elitismo escrupuloso, una actitud de despotismo ilustrado paternalista, por una lado, y una aceptación acrítica del fenómeno, por otro? La verdad es que esto es un laberinto, en el que estamos y cuya salida –nada fácil- buscamos con afán. De la salida a este laberinto depende, en gran parte, el futuro de la llamada Sociedad de la Información. Pero queda claro que estas dos profecías –tan distintas, por otra parte- nos lo anticiparon lúcidamente.
[1] Se comienza a publicar en el periódico El Sol en octubre de 1929; aparece como libro, aunque incompleto, en 1930 y en 1937 se le añade un “Prólogo para franceses” y un “Epílogo para ingleses”.
[2] Marías (en el prólogo a la ed. de Buenos Aires, Club de Lectores, 1985) recuerda que, en contra de lo que se ha interpretado a veces, masas no quiere decir “masas obreras”.
[3] Aunque aquí me refiero a los medios de comunicación masivos, a lo que Mac Luhan llama mass media, hay que matizar que su concepto de medio es más amplio: es todo medio técnico que prolonga las funciones humanas.
[4] Cf. Televisión. Apariencia y verdad, Barcelona, Gedisa, 2000; y Telebasura y democracia, Barcelona, Ediciones B, 2002; en esta última el profesor Bueno hace la polémica afirmación de que “en una sociedad democrática la audiencia siempre debe tener la última palabra”; la programación de baja calidad, la llamada “telebasura”, tiene que seguir a la audiencia, “no ya por razones éticas o morales, sino por razones de simple supervivencia democrática”.
[5] Algunos observan el fondo de hipocresía que hay en esto: “Esta actitud resulta ridícula por insincera, porque estos mismos hoplitas de la cultura necesitan de los medios de comunicación para sobrevivir y medrar. Habría que hablar de envidia o celos para explicar una conducta tan insincera” (Armando de Miguel, “Lugares comunes y medios de comunicación”, en La Ilustración Liberal, nº 2, abril-mayo 1999).