Vivir en un país que suele ofrecer imagen de normalidad al visitante, pero que en realidad conforma una sociedad altamente corrupta a cualquier nivel que uno pueda imaginar, es un hecho que convierte el denunciar un caso de corrupción en una verdadera heroicidad.
Quien no haya pasado por la experiencia de investigar, descubrir y presentar documentación y evidencias en una comisaría, o por el hecho de ser testigo contra corruptos, siendo consciente de que, en cuanto todo eso estalle, uno se va a quedar prácticamente solo, no puede imaginar hasta qué punto hace falta ser muy valiente, o muy loco, para seguir adelante.
Porque, a partir del momento en el que el proceso de denuncia se pone en marcha, lo que el denunciante y el testigo pueden esperar con toda seguridad es que los corruptos descubiertos van a usar todas sus artes para tratar de paralizar el proceso. Y si esos denunciados son políticos de algún poderoso partido, o personas influyentes en su ámbito, o adinerados empresarios que disponen de medios con los que el denunciante y el testigo apenas soñarían, ambos, denunciante y testigo, comprenderán bien pronto que, o su caso va a parar a un juzgado en el que el juez es ciertamente independiente y honrado, o llevaran todas las de perder.