Creo que democracia tiene esencialmente un carácter jurídico-formal. Por lo mismo me resulta sospechoso el discurso de los «valores democráticos», tan querido a la izquierda intelectual (Habermas, Arent…). Repito argumento: la democracia es un mecanismo para que distintas opciones (políticas, religiosas, morales) se articulen mediante normas, siguiendo unas reglas de juego. En este sentido, es más forma que sustancia. Se puede ser demócrata y de derechas o izquierdas, ateo o creyente, casto o promiscuo. Igualmente se puede ser antidemócrata con todos estos apellidos.
Ahora bien, este formalismo jurídico no puede llevarnos a un equívoco peligroso: pensar que la moral es un asunto indiferente, un personaje no invitado en este teatro. Esto hace que cada cual actúe sin principios, acogiéndose simplemente a la vigilancia del aparato judicial y buscando, aunque sea fraudulentamente, el beneficio propio del grupo (partido, clan, aparato). Lo cual -lo hemos comprobado en más de una ocasión- conduce al desastre y a que el sistema haga agua por todos sus poros.
Porque, si la democracia es la forma, la sustancia que se asocia a ella, su contenido es la conducta humana actuando para los demás según unos principios; esto es, la moral. Sin moral no hay cosa pública («res publica» en su sentido antiguo), y mucho menos democracia (una forma reciente y rara de «res publica», más compleja y, por lo tanto, más delicada) que funcione. Si falta la moral, si la corrupción campa por sus respetos y se convierte en una vigencia social aceptada por la mayoría, este tinglado se cae como un castillo de naipes, tiene la consistencia de una carcasa hueca. Porque no puede haber forma sin sustancia.