Ortega escribe en 1917, recogido en el tomo II de El Espectador, el ensayo cuyo título me permito copiar. En esta fecha todavía la democracia no se considera ese sistema indiscutible en el que se convierte después de la II Guerra Mundial; todavía la democracia no es ese valor supremo que se tiñe de connotaciones morales y que prácticamente sirve de línea divisoria de lo bueno y lo malo. La vista de águila del maestro parece vislumbrar en aquel momento una tendencia que luego ha colmado cualquier expectativa.
Ortega en este texto desarrolla, fundamentalmente, esta idea: los postulados de la democracia hay que aplicarlos en el campo político. Fuera de este ámbito, se convierten en un cuerpo extraño que tiende a sembrar confusión y a destruir cualquier excelencia:
La democracia, como democracia, es decir, estricta y exclusivamente como norma del derecho político, parece una cosa óptima. Pero la democracia exasperada y fuera de sí, la democracia en religión o en arte, la democracia en el pensamiento y en el gesto, la democracia en el corazón y en la costumbre, es el más peligroso morbo que puede padecer una sociedad.
Este ensayo nos remite a otros textos orteguianos y, en especial, a su obra (si no la más leída, sí la más citada) La rebelión de las masas (1927). Aquí explica el filósofo -en un texto inacabado, cuyo último capítulo se titula “Se desemboca en la verdadera cuestión”- uno de los más llamativos fenómenos de nuestro tiempo: la asunción, por parte de las masas, del papel director que corresponde a las minorías.
Este carácter invasivo de la idea democrática, desde la época en que escribe D. José hasta hoy, no ha hecho otra cosa que crecer de forma metastásica.
Pongamos ahora la lente en esta época nuestra del primer tercio del siglo XXI. En España se aprueba la Ley de Memoria Democrática. Dicha iniciativa da un paso adelante. Ya no es la sociedad, sino el Estado quien avanza en esta dirección. Y hay más: no sólo el Estado, sino una determinada opción ideológica, que se instituye a sí misma como foco de la única legitimidad política posible: se trata, evidentemente, de la memoria democrática de la izquierda. Y otra vuelta de tuerca: el sujeto agente (en este caso, el Estado, pues estamos hablando de una ley, no de una vigencia social) no sólo aplica su control de pureza democrática en la sociedad actual; va más allá y extiende sus tentáculos al pasado. Es lo que llamo una censura retrospectiva, lo cual es una contradicción flagrante. El Derecho Canónico recuerda que “Leges respiciunt futura, non praeterita” (canon 9); es decir, se puede legislar sobre lo presente, pero no sobre lo pasado.
Así pues, esta ley es un despropósito desde varios puntos de vista: a) No puede, sin grave perjuicio, sacarse la democracia del espacio de lo político. b) No procede, en todo caso, identificarla con una opción ideológica. c) No puede aplicarse este control a hechos pasados y termina por aplicarse a las opiniones (las discordantes, claro) sobre los hechos pasados, creando así una sola línea de opinión canoníca, que esconde un totalitarismo sin fisuras.
Todo esto es de una gran gravedad. Ya vislumbró y definió Ortega este magno problema, hace más de una siglo, cuando el monstruo comenzó a dar sus primeros pasos.
Como la democracia es una pura forma jurídica, incapaz de proporcionarnos orientación algún para todas aquellas funciones vitales que no son derecho público, es decir, para casi toda nuestra vida, al hacer de ella principio integral de la existencia se engendran las mayores extravagancias.
Si, un siglo después, D. José levantara la cabeza, vería en España un muestrario de extravagancias que, ni en sus peores pesadillas, pudo imaginar.