A la pregunta de si soy monárquico o republicano contestaría, más que con una afirmación, con una matización. Si me dan a elegir entre la monarquía de Marruecos o de Arabia Saudí y la república de Francia o EE.UU., prefiero la república; si me da a elegir entre la monarquía de Bélgica o el Reino Unido y la república de Cuba o China, prefiero la monarquía. Está claro: la democracia y el respeto a los derechos individuales (dejo los colectivos para otra ocasión) es lo primordial; la forma de Estado, lo secundario. Depende de cada país. Los hay que se adaptan de forma clara al modelo de república federal, creando un sistema territorial que ensambla unidades muy diversas (Alemania o EE.UU.) o a una república más presidencialista y centralizada (Francia). En ambos casos, son países con un fuerte componente nacional, con una veneración común hacia los símbolos de la nación (bandera, himno), con una articulación territorial estable, sin problemas de separatismos ni asimetrías, con un consenso entre las fuerzas políticas en lo fundamental, sobre todo en materia de defensa y política exterior. Su ‘ser nacional’ (permítaseme esta expresión un poco romántica) está asentado sobre tan sólidas bases, que pueden permitirse cambiar la jefatura del Estado sin que haya ninguna estabilidad.
No es ese el caso de España. Las dos principales fuerzas políticas tienen una gran distancia en sus planteamientos, incluso en materias ‘sensibles’: las mencionadas de defensa y exterior. El espectáculo de un gobierno retirando las tropas que otro gobierno ha enviado no se hubiera dado, por ejemplo, en EE.UU., donde tanto demócratas como republicanos tienen muy claro cuáles son los intereses (los de América, claro) que tienen que defender. En España se plantean unas fricciones partidistas (el tema del Estado laico, la religión en la escuela), que en otros países de nuestro nivel ya están resueltos en un consenso más o menos común. Y si son grandes las diferencias entre conservadores y socialistas, no hablemos de los partidos nacionalistas, que tienen planteamientos en muchos casos rupturistas del marco constitucional. Estos planteamientos en España son compatibles con el izquierdismo (socialismo catalán, Izquierda Republicana). No hay pues, consenso en los parámetros políticos fundamentales.
En lo territorial, la situación se agudiza. Hay regiones (una parte considerable de sus habitantes) que no se encuentran a gusto con su situación, que no sienten a España como una casa común; que querrían cambiar el marco jurídico de forma profunda. Los nacionalistas vascos tienen como meta última la constitución de un estado independiente, asociado a España. Los catalanes no son tan radicales, pero quieren defender la asimetría, la singularidad que atribuyen a su región. En fin, no tenemos un modelo territorial asentado y comúnmente aceptado. Nos guste o no, esa es la realidad.
Desunión en lo político, desunión en lo territorial. Fuerzas centrífugas. Nos hace falta una fuerza integradora, unidora, centrípeta. Necesitamos un referente común, una institución que permanezca por encima de las diferencias y más allá de los cambios. Una institución que trabaje a largo plazo, con planteamientos claros, sin tener que defender intereses electorales o parciales. Para colmo, esa institución no se improvisa en unos años, ni en una generación. Necesita el sedimento de los siglos. Esa institución es la Corona. Si en otros países han sabido cristalizar un sólido sentimiento nacional, una amplia comunión de valores e intereses comunes, en España ese sentimiento va indisolublemente unido a la figura del Rey. La Corona fue en los delicados momentos de la transición y lo va a ser en los años que vienen, no menos complicados.
Hoy no tiene sentido defender la monarquía con argumentos dogmáticos que plantean el debate en unos términos anacrónicos (privilegios innatos, derecho divino, la voz del pueblo, etc.), pero sí por razones pragmáticas, de pura y sencilla utilidad.