Cristianismo y utopía

Los hombres a lo largo de la historia han perseguido el ideal de un sociedad perfecta, aquella en la que se aune la justicia y el bien. Desde la Utopía de...

Los hombres a lo largo de la historia han perseguido el ideal de un sociedad perfecta, aquella en la que se aune la justicia y el bien. Desde la Utopía de Tomás Moro hasta Walden Dos de F. B. Skinner, pasando por las ensoñaciones ilustradas, marxistas o populistas, esa pretensión ha sido una constante en el espíritu humano. En realidad, detrás de cada sistema político, por muy pragmático o realista que sea, hay un ideal al que que, en última instancia, en un futuro cercano o remoto, se tiende. En sus 20 siglos de existencia el Cristianismo se ha visto involucrado y mezclado con distintas utopías sociales, especialmente, en una etapa reciente, con las utopías marxistas. Hay una serie de conceptos y sentimientos provenientes de los dos campos, el religioso y el político, que se han vinculado históricamente y se han podido confundir: la compasión misericordiosa por los pobres y necesitados, el rechazo de los bienes materiales y una inevitable vinculación entre riqueza e inmoralidad; sobre todo, un concepto fundamental en la cosmovisión cristiana y en la izquierda ideológica: la igualdad. El movimiento de la Teología de la Liberación fue un ejemplo de esta simbiosis entre lo ideológico y lo religioso. Todavía hoy. en la fórmula «la opción preferencial por los pobres», que tan buena fortuna ha tenido desde la década de los 60 hasta hoy, late esa pretensión de hacer de la religión un motor del cambio social.

Sin embargo, el Cristianismo no sólo es contrario e incompatible con cualquier utopía, sino que en sí mismo es una realidad espiritual antiutópica. Desarrollo varias razones en las que fundamento esta afirmación.

La utopía pretende cambiar las condiciones del trabajo, la economía, las estructuras sociales; el cristianismo cambia a cada uno de una forma radical, profunda. Es lo que entendemos por «conversión». Este encuentro es una realidad «personal»: desde Cristo a cada uno. «El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido en cierto modo con cada hombre» (Gaudium et spes, 22). El pensador suizo Denis de Rougemont, en un curioso libro (La parte del diablo, 1947) hace una aguda distinción: para el hombre primitivo todo tiene su explicación fuera de sí mismo. Tanto si es un hechicero -dice este autor-, un profanador de lo sagrado, un animal, una nube, un pedazo de madera coloreada, la causa del mal que sufren estos salvajes es siempre ajena a sí mismos y, en consecuencia, ha de ser combatida y aniquilada fuera de sí mismos. La revelación cristiana supone un cambio radical. El Reino de Dios está en nosotros, que también el Mal está en nosotros, y que el campo de batalla no es otro que el de nuestros corazones. Es, de alguna manera, la oposición entre un pensamiento mágico, primitivo y un pensamiento más maduro. Primitivismo y madurez que no corresponden a épocas distintas de la historia, sino que siguen conviviendo en nuestros días como dos formas de concebir al mundo y al hombre.

La utopía se sitúa temporalmente en un futuro indeterminado; un futuro que se espera indefinidamente y que nunca acaba de llegar. Se trata de una esperanza que, de alguna forma, se sitúa más allá del tiempo histórico y sirve para justificar, legitimar las impurezas y limitaciones del devenir histórico. El Gulag soviético se justifica como paso previo, como sacrificio necesario que prepara el futuro paraíso socialista que se aguarda como una esperanza mesiánica. La revelación cristiana exige del hombre una respuesta aquí y ahora. No espera ni necesita el cambio de circunstancias externas porque el cambio de uno mismo, la conversión, siempre es posible.

La utopía es hija del idealismo: una construcción intelectual a la que la realidad tiene que asemejarse. Esto hace que sea inmune a la crítica. Si una política no da buenos resultados -no crea riqueza, por ejemplo- no es un error, sino la mala aplicación de unos principios infalibles. La revelación cristiana tiene un carácter trascendente y su culminación tiene un sentido escatológico, transhistórico. Su fundamento, como explica bien Romano Guardini en La esencia del Cristianismo, no es una construcción intelectual, una abstracción, sino un ser personal e histórico.

Por último, situándonos en la experiencia histórica, las utopías han terminado siempre construyendo mataderos colectivos en nombre de sus nobilísimas ideas. El cristianismo, en cambio, allí donde se ha implantado ha configurado una civilización respetuosa con los derechos humanos. Son las sociedades de tradición cristiana las más avanzadas desde el punto de vista material, a pesar de la secularización. Aunque estos fenómenos son lo que Romano Amerio llama «Cristianismo secundario» (Iota Unum) y no se trata de realidades estrictamente religiosas, pueden comprobarse empíricamente.

A pesar de esta incompatibilidad manifiesta, no deja de estar presente la tentación de intentar construir, desde los valores religiosos, un «mundo perfecto».

 

Los hombres a lo largo de la historia han perseguido el ideal de un sociedad perfecta, aquella en la que se aune la justicia y el bien. Desde la Utopía de Tomás Moro hasta Walden Dos de F. B. Skinner, pasando por las ensoñaciones ilustradas, marxistas o populistas, esa pretensión ha sido una constante en el espíritu humano. En realidad, detrás de cada sistema político, por muy pragmático o realista que sea, hay un ideal al que que, en última instancia, en un futuro cercano o remoto, se tiende. En sus 20 siglos de existencia el Cristianismo se ha visto involucrado y mezclado con distintas utopías sociales, especialmente, en una etapa reciente, con las utopías marxistas. Hay una serie de conceptos y sentimientos provenientes de los dos campos, el religioso y el político, que se han vinculado históricamente y se han podido confundir: la compasión misericordiosa por los pobres y necesitados, el rechazo de los bienes materiales y una inevitable vinculación entre riqueza e inmoralidad; sobre todo, un concepto fundamental en la cosmovisión cristiana y en la izquierda ideológica: la igualdad. El movimiento de la Teología de la Liberación fue un ejemplo de esta simbiosis entre lo ideológico y lo religioso. Todavía hoy. en la fórmula «la opción preferencial por los pobres», que tan buena fortuna ha tenido desde la década de los 60 hasta hoy, late esa pretensión de hacer de la religión un motor del cambio social.

Sin embargo, el Cristianismo no sólo es contrario e incompatible con cualquier utopía, sino que en sí mismo es una realidad espiritual antiutópica. Desarrollo varias razones en las que fundamento esta afirmación.

La utopía pretende cambiar las condiciones del trabajo, la economía, las estructuras sociales; el cristianismo cambia a cada uno de una forma radical, profunda. Es lo que entendemos por «conversión». Este encuentro es una realidad «personal»: desde Cristo a cada uno. «El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido en cierto modo con cada hombre» (Gaudium et spes, 22). El pensador suizo Denis de Rougemont, en un curioso libro (La parte del diablo, 1947) hace una aguda distinción: para el hombre primitivo todo tiene su explicación fuera de sí mismo. Tanto si es un hechicero -dice este autor-, un profanador de lo sagrado, un animal, una nube, un pedazo de madera coloreada, la causa del mal que sufren estos salvajes es siempre ajena a sí mismos y, en consecuencia, ha de ser combatida y aniquilada fuera de sí mismos. La revelación cristiana supone un cambio radical. El Reino de Dios está en nosotros, que también el Mal está en nosotros, y que el campo de batalla no es otro que el de nuestros corazones. Es, de alguna manera, la oposición entre un pensamiento mágico, primitivo y un pensamiento más maduro. Primitivismo y madurez que no corresponden a épocas distintas de la historia, sino que siguen conviviendo en nuestros días como dos formas de concebir al mundo y al hombre.

La utopía se sitúa temporalmente en un futuro indeterminado; un futuro que se espera indefinidamente y que nunca acaba de llegar. Se trata de una esperanza que, de alguna forma, se sitúa más allá del tiempo histórico y sirve para justificar, legitimar las impurezas y limitaciones del devenir histórico. El Gulag soviético se justifica como paso previo, como sacrificio necesario que prepara el futuro paraíso socialista que se aguarda como una esperanza mesiánica. La revelación cristiana exige del hombre una respuesta aquí y ahora. No espera ni necesita el cambio de circunstancias externas porque el cambio de uno mismo, la conversión, siempre es posible.

La utopía es hija del idealismo: una construcción intelectual a la que la realidad tiene que asemejarse. Esto hace que sea inmune a la crítica. Si una política no da buenos resultados -no crea riqueza, por ejemplo- no es un error, sino la mala aplicación de unos principios infalibles. La revelación cristiana tiene un carácter trascendente y su culminación tiene un sentido escatológico, transhistórico. Su fundamento, como explica bien Romano Guardini en La esencia del Cristianismo, no es una construcción intelectual, una abstracción, sino un ser personal e histórico.

Por último, situándonos en la experiencia histórica, las utopías han terminado siempre construyendo mataderos colectivos en nombre de sus nobilísimas ideas. El cristianismo, en cambio, allí donde se ha implantado ha configurado una civilización respetuosa con los derechos humanos. Son las sociedades de tradición cristiana las más avanzadas desde el punto de vista material, a pesar de la secularización. Aunque estos fenómenos son lo que Romano Amerio llama «Cristianismo secundario» (Iota Unum) y no se trata de realidades estrictamente religiosas, pueden comprobarse empíricamente.

A pesar de esta incompatibilidad manifiesta, no deja de estar presente la tentación de intentar construir, desde los valores religiosos, un «mundo perfecto».

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Nacido en Álora (Málaga), 1960. Profesor de Lengua , Doctor en Filosofía y Letras por la Universidad de Málaga. Colabora con distintos medios con trabajos sobre temas literarios, sociales o religiosos.

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