Me refiero, claro está, a la Monarquía europea, constitucional y parlamentaria, perfectamente limitada en sus prerrogativas y definida en sus funciones por la ley; y no a otros sistemas, que puedan ostentar la figura del monarca, pero que nada tienen que ver con nuestra tradición (la europea) ni con nuestro tiempo (los albores del siglo XXI).
La primera razón es que una figura de esta naturaleza existe en todas las democracias similares a la española: la figura política de alguien que queda un tanto al margen de la lucha partidista y del debate parlamentario, que sirve como elementos aglutinador y moderador de la diversidad ideológica y como icono representativo y simbólico del ser nacional. Una figura así parece necesaria y es ocupada -jugando un papel bastante parecido- por un presidente o por un monarca. Se observa la conveniencia de quede cierto margen neutro, un espacio donde no entre la pura y legítima confrontación democrática. No ocurre así en ciertas naciones de sistema presidencialista (EEUU, Francia) en los que se asume con normalidad que el Jefe del Estado, a la vez que defiende los intereses supremos de la nación, maniobre en favor de un partido; y hace las dos cosas sin contradicción. Estos países tienen un fuerte sentido nacional y una sólida cohesión territorial, por lo que la confrontación política nunca pone en entredicho los valores sustantivos del ser nacional.
Si la función es necesaria -aquí entra la segunda razón-, ¿por qué buscar una solución fuera cuando es un problema que está resuelto? No se trataría en ningún caso de suprimir la función (la figura de una magistratura suprema al socaire de las confrontaciones políticas), puesto que en España sería impensable una república presidencialista al modo americano. Se trataría, en todo caso, de cambiar la naturaleza y el modo de elección de esta magistratura. Pero, ¿con qué ventajas? Me refiero a ventajas prácticas, funcionales. Cambiar una figura por otra que tenga los mismos contenidos constitucionales no puede suponer (repito: desde un punto de vista funcional y práctico) avance o retroceso; en todo caso, un riesgo, una apuesta incierta y azarosa.
La tercera razón: la monarquía constitucional nos sitúa dentro de un club cuyo número de miembros es reducido, pero selecto. Países que están a la vanguardia del desarrollo económico, social y cultural: Bélgica, Holanda, Dinamarca, Reino Unido, Suecia… No debe importarnos estar en un grupo con socios de esta calidad. En ninguno de estos países parece que la Corona haya sido un freno para los avances sociales, más bien ha contribuido a crear el clima de estabilidad y seguridad que los ha propiciado.
La cuarta razón es quizá la más repetida y obvia. La Corona en España aporta un factor de continuidad, de estabilidad y cohesión en un país que históricamente ha mostrado una genética tendencia a la dispersión, al individualismo, a hacer cada cual de su espacio, territorial o ideológico, un lugar irreductible. En España cualquier barrio disperso sueña con ser un municipio con ayuntamiento propio; cualquier región quiere formar un Estado. Hay una tendencia nunca vencida del todo a separarse del todo abarcador, a romper los vínculos de unidad. La institución de la Corona no soluciona este problema, que no sabemos si tendrá solución, pero lo mitiga, amortigua su dinámica disgregadora.
La quinta razón proviene de la experiencia histórica. Las dos experiencias republicanas han sido momentos de grave desestabilización y de profundos conflictos; momentos en los que -con expresión de Julián Marías- se rompe la concordia. La primera república (1873-1874) provocó situaciones que hoy nos resultan casi más cómicas que trágicas. Pequeños pueblos y pedanías que se declaran cantones independientes; cuatro presidentes en once meses y uno de ellos, Estanislao Figueras, que huye a Francia tomando distancia de una situación que consideraba una insostenible locura. La segunda (1931-1936) nunca llegó a cuajar como un sistema abarcador de toda la sociedad española. Le faltó el sentido de la convivencia y la tolerancia, el espíritu integrador. Se ahogó impulsada por los radicalismos, apartando y desengañando a muchos republicanos moderados que, en principio, la apoyaron. Ninguna de estas dos etapas debe ser un modelo, una aurea aetas ideal a la que haya que volver.
La última razón (la media) es más bien un sinrazón. Me parece que los republicanos españoles, al menos los que se declaran como tales de forma más ostentosa, no tienen muy claro lo que significa esta forma de Estado en nuestro contexto geopolítico y en nuestra época. Ellos identifican la república con un cambio social progresivo, con una sociedad más justa, equitativa y respetuosa con los derechos. Esto pudo ser una realidad en 1793 cuando, con la cabeza de Luís XVI, caía un sistema supuestamente oligárquico y se abría la posibilidad de un Estado de ciudadanos libres e iguales. Asimismo en el proceso de independencia de las colonias americanas, en el que la república es el movimiento liberador frente a la monarquía de la metrópoli. La monarquía es el Ancien Régime y la república es el nuevo tiempo abierto a los cambios igualitarios. Un espíritu parecido movió a los republicanos españoles (a algunos, a los moderados) de 1931: evolucionar hacia un sistema más democrático y socialmente avanzado. Pero, ¿puede haber alguien que piense en serio que en la España actual un cambio de esta naturaleza propiciaría una sociedad más justa, una profundización de nuestros derechos? Una posible III República española seguiría siendo un país con economía de mercado, banqueros, obispos y ejércitos; nuestros derechos serían los mismos que la actual Constitución contempla y nuestro sistema de organización territorial no podría -sin peligro serio- ser más descentralizado. Quienes crean que el cambio en la forma de Estado conlleva estos cambios sociales, más que en las ideas, están equivocados en la época.