«Todo lo que podemos hacer en el problema catalán es conllevarlo». José Ortega y Gasset. (Discurso ante la Cámara sobre el Estatuto de Cataluña-14 de mayo de 1932)
Cataluña celebra anualmente la “Diada” el 11 de septiembre, para conmemorar un acto histórico regional ligado a España (la caída de Barcelona en manos de tropas borbónicas al mando del Duque de Berwick), que han ido deformando para transformarlo en una exaltación al nacionalismo independentista, pero la Historia es la que es.
A la muerte sin descendencia de Carlos II (1700), último Rey español de la Casa de Austria, dos pretendientes pugnaban por su Corona: el francés Felipe D’Anjou (futuro Felipe V, nieto del francés Luis XIV -el Rey Sol-y de su mujer la reina Mª Teresa, infanta e hija de Felipe IV de España) y el austríaco Archiduque Carlos de Habsburgo, en lo que fue una auténtica guerra europea y a la vez civil española (1700-1714), una guerra de sucesión y no de secesión.
La facción catalana favorable al pretendiente Carlos no partió de una rebelión espontánea ni popular, sino de los intereses políticos de cierta clase dirigente barcelonesa, seguidores que también defendían la unidad de España y así, a los soldados derrotados mandados por el general Antonio de Villarroel, éste les recordó: “estáis luchando por nosotros y por toda la nación española”.
El denominado «Decreto de Nueva Planta», o «Cédula Real de Nueva Planta de la Real Audiencia del Principado de Cataluña», respetaba algunas instituciones y prácticas previas, pero eliminaba los privilegios por nacimiento en un territorio determinado.
Además, y respecto al supuesto independentismo, hay dos cuestiones previas y determinantes que casi siempre se obvian y pocas veces se reflejan: la Historia y la Constitución.
Respecto a la Historia, el concepto de «nacionalidad o nación histórica» tan del gusto de los independentistas (ya no hay nacionalistas en España), debería debatirse más en lugares universitarios, académicos y populares, por historiadores, sociólogos, escritores,…, y «desenmascarar» al nacionalismo con datos y realidades contundentes.
A pesar del último Estatuto catalán (votado de forma minoritaria) y de las cesiones que recoge la Constitución, alguien debe aclarar con firmeza que Cataluña ni es Estado ni es Nación, porque nunca lo fue: partiendo del Condado de Barcelona, y tras muchas vicisitudes, primero se integró en la Corona de Aragón y, tras el famoso Compromiso de Caspe de 1412, dos hermanos Trastámaras castellanos gobernaron los dos grandes reinos españoles (Enrique III en Castilla y Fernando I en Aragón) para, finalmente formar parte de la Unión de Coronas (Castilla y Aragón) tras la boda en 1469 de los Reyes Católicos («el tanto monta, monta tanto»), hace 550 años, formando parte indiscutida, indiscutible y meritoria de la historia de España, la nación más antigua de Europa.
Esa pretendida “nacionalidad” es pues, un simple nivel de aspiración mal llamada histórica: el hecho de que tuviera un Estatuto en determinado momento (IIª República) no significa que lo sea (como no lo son ni las Vascongadas, ni Galicia), siendo una más de las 17 Comunidades autónomas vigentes aunque sin negar su importancia (un 19% del PIB nacional).
Respecto a la Constitución, el obtener la «independencia unilateral» por pronunciamientos y/o declaraciones y/o votaciones internas (Ayuntamientos, Parlamento catalán,…),y/o elecciones “plebiscitarias” (como intentaron),… no responde a la vía jurídico-constitucional que exige un Referéndum previo de Autodeterminación propuesto por los poderes Ejecutivo y Legislativo nacional, que debe ser refrendado con la participación de todo el pueblo español (no sólo el censado en Cataluña), y ya imaginamos el resultado.
Así, el Artículo 1.2 de la Constitución dice que «la soberanía reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado, y en el 2 que «La Constitución se fundamente en la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran, y la solidaridad entre todas ellas».
Y es indispensable la lectura a fondo del novedoso Título VIII «De la Organización Territorial del Estado», no sólo por la cuestión del independentismo que analizamos, sino también por la necesaria modificación urgente del mismo, a la vista del deficiente funcionamiento de dicha organización territorial, por sus «infidelidades», incumplimientos lingüísticos y otros, sus disparatados déficits y deuda, sus excesivas competencias,…y muchas otras irregularidades.
Ya en el tristemente famoso golpe de estado de octubre de 1934, Luis Companys (ERC), presidente del gobierno de la Generalidad de Cataluña proclamó el Estado Catalán dentro de una República Federal Española, traicionando a ésta, su Constitución, sus leyes, y a la mayoría de los catalanes, aventura que acabó mal pues, declarado el estado de guerra, el ejército al mando del general Batet dominó pronto la situación, detiene a Companys, y se suspende la autonomía catalana.
El presidente Artur Mas estuvo en esa línea: convocó elecciones muy anticipadas (y perdió 10 diputados) para «tapar» los gravísimos problemas de su mandato, derivados en parte de la actuación nefasta del anterior Tripartito (PSOE-ERC-IU), y ahora con un nuevo Presidente Puigdemont pretenden la proclamación unilateral de independencia…porque no le dan lo que exige, un pacto fiscal (contribuyen las personas, no los territorios) insolidario cuando, como representante del Estado en su Comunidad autónoma, está obligado a guardar y hacer guardar la Constitución española.
Y, aplicando el célebre dictamen del Tribunal Supremo de Canadá sobre Québec, región que tanto gusta a los independentistas españoles:
-Cataluña no tendría derecho de autodeterminación, pues sólo alcanza a las naciones colonizadas que, sojuzgadas y esclavizadas, buscan la emancipación (Declaración de la ONU).
-La secesión necesita una mayoría favorable cualificada, en torno a los 2/3 de los electores.
-No se puede adoptar la secesión unilateralmente, es decir, sin negociar con otros miembros del modelo territorial y, desde luego, con el Estado central y nacional.
Espero aún, aunque sea una quimera, la sensatez de los dirigentes, y no sólo políticos, que deben al pueblo español; y volver al espíritu de la Transición como homenaje, entre otros, al fallecido pero siempre recordado, el gran Presidente Adolfo Suárez