Antonio García Ferreras o las expectativas satisfechas
No me reconozco en las pintas del periodista, pero sí reconozco en ellas el punto de fuga aspiracional de la mitad masculina de mi generación. El personaje que deberíamos haber construido para ser influyentes, poderosos
Espacio cedido a: Xandru Fernández 17/08/2020
En 1885, Guy de Maupassant retrató en Bel Ami a los wannabes del periodismo y Belén Gopegui hizo algo parecido cien años después en Lo real. Ambas novelas inciden en la porosidad de las membranas que separan en teoría lo privado de lo público y en cómo la información es un fluido que consigue pasar de un ámbito a otro sin derramarse ni diluirse, aumentando de densidad, pero no de volumen. En la España de los noventa, cuando Xavier Sardà y María Teresa Campos vinieron a sustituir a los astros televisivos de mi niñez y se abrió el negocio de las televisiones privadas, cuando todo, absolutamente todo, empezó a salir por la tele, a chorro limpio, o más bien a chorro puerco, Ferreras permaneció entre bambalinas, dirigiendo la cadena SER, hasta que Florentino Pérez lo fichó para diseñar la estrategia comunicativa del Real Madrid. De ahí a La Sexta y Atresmedia y a salir, por fin, en un programa de televisión capaz de competir con las incombustibles Susanna Griso y Ana Rosa Quintana no tanto por la cuota de pantalla como por la capacidad de crear opinión pública. De administrar el fluido. De hacer que penetre, empape, se extienda, pero sin derramarse.
La nueva política no es otra cosa que el precipitado lateral del liderazgo televisivo. Quien haya conocido desde dentro, e incluso desde sus aledaños, el poder del entramado de un grupo de comunicación, y aun así siga aspirando a cambiar voluntades o emocionar sensibilidades o agitar conciencias, querrá lo que tiene la televisión, no renunciará a ese poder por mucho que le prometan un sillón en la Academia o un Grammy o un Goya. Ni siquiera querrá un Ondas, sino lo que el Ondas simboliza: el poder de influir, de ser el tipo que conoce a un tipo que hace una llamada y te jode vivo. Ferreras es el padrino de la nueva política en la misma medida que podría haberlo sido Ana Rosa Quintana si la derecha española no siguiera empeñada en el estilismo camp: por ser ese muro contra el que se estrella el aspirante a líder, su sparring mediático pero al mismo tiempo su entrenador, su patrocinador y, por qué no, el principal apostante y el que te dice, también, que te dejes ganar cuando es más rentable apostar contra ti.
Ya nos ha pasado por encima una generación y media que considera la televisión una institución obsoleta, una antigualla del siglo XX, como el automóvil y la revolución sexual. También la noción de fama que irradiaba, y la concepción del poder que se ejercía a través de ella. Tendremos que acostumbrarnos a un mundo con notoriedad, pero sin fama, igual que crecimos en un mundo con fama, pero sin gloria.
Hace tiempo que no veo Al Rojo Vivo, pero durante unos años me detuve en él como quien se para delante de un espejo para mirarse antes de salir de casa. No me reconozco en las pintas de Ferreras, que me recuerdan demasiado a las de Al Pacino en Heat (aunque quién sabe si no será esa su intención), pero sí reconozco en ellas el punto de fuga aspiracional de la mitad masculina de mi generación. El personaje que deberíamos haber construido para ser influyentes, poderosos, el tipo que conoce etcétera.
Perdóname, mamá, por no haber sabido ser Ferreras.
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