Uno de los personajes carismáticos en el siglo XX es Ernesto Guevara de la Serna, conocido como el Che Guevara; uno de los iconos de nuestro tiempo es su rostro con la gorra y el puro. Esta es una imagen reconocida por cualquiera: lo que un experto en marketing consideraría una gran “marca”. La idea que el imaginario colectivo asocia a este icono es la de un noble luchador por sus ideales, a los que lo sacrifica todo, incluso su vida.
Sin embargo, detrás de la imagen y el mito está el hombre, con su biografía y el conjunto de sus acciones. El primero pertenece al ámbito de los subjetivo y casi de los poético; lo segundo, lo constituye un conjunto de hechos constatados en documentos que, dada la cercanía temporal (el personaje muere en 1967) no son los manuscritos de Qumrán, sino textos publicados normalmente en papel o presentes en la Red, a los que se puede acceder fácilmente.
Acudo hoy a un texto del propio personaje. Se trata de un fragmento de su diario y cuenta un hecho acaecido el 17 de febrero de 1956. El texto primero es suprimido y luego publicado en otra obra posterior[1]:
La situación era incómoda para nosotros y para él [Eutimio Martín], de modo que acabé con el problema dándole un tiro con una pistola de calibre 32 en la sien derecha con orificio de salida en el temporal. Jadeó un rato y luego murió. Mientras procedía a requisarle las pertenencias, no podía quitarle el reloj que llevaba atado al cinturón con una cadena; entonces él me dijo con voz tranquila, mucho más allá del miedo: “Arráncala, chico, total…” Eso hice y sus pertenencias pasaron a mi poder.
Creo que el texto necesita poco comentario y por sí mismo traza una imagen de lo que fue el personaje: alguien que no tenía escrúpulos para recurrir al asesinato para conseguir sus objetivos y para quien la moral revolucionaria está por encima de cualquier consideración humanitaria.
[1] Se incluye, pero se suprime en su edición, en un capítulo titulado “Fin de un traidor” en su libro Pasajes de la guerra revolucionaria, Edición Era, 1963, pp. 140-141; luego lo reproduce Jon Lee Anderson en Che Guevara. Una vida revolucionaria, Barcelona, Emecé, 1977, p. 221.