La obra de Lorca (me refiero ahora a su teatro) parece siempre viva, como si se hubiese escrito ayer, hoy, quizá mañana. Tiene vigencia para distintas épocas, espacios y circunstancias sociales. Obras para todos los públicos (culto o sencillo, joven o adulto), como las antiguas películas de sesión matinal.
El teatro de Lorca mantiene una frescura milagrosa, cuando tantos autores de su tiempo se han convertido en pura arqueología, en alegato social de un momento, en juego estilístico para una minoría de exquisitos.
En cualquier lugar del mundo, una compañía profesional, un grupo de aficionados o unos escolares ponen en pie una pieza de Lorca. Con más o menos técnica, con más o menos recursos en el decorado y el atrezzo: da lo mismo; siempre se produce el milagro. Los personajes lorquianos, sobre el escenario, nos ponen delante el núcleo duro de la condición humana, ese lugar común y de límites imprecisos donde todos los hombres nos reconocemos. Las criaturas de Lorca (como las de Sófocles o Shakespeare) encarnan pasiones y valores universales. Bernarda es el despotismo insaciable, la voluntad de poder; Yerma, el instinto maternal frustrado, etc. Nacen en un momento y lugar determinados (el mundo rural andaluz, principios del siglo XX) y pueden aparentar un carácter local o pintoresco. Pero esta es una apariencia engañosa. No lo local, sino lo universal es el espacio en que se mueven los clásicos. Espacio en el que nos asomamos al vértigo de nosotros mismos, a las grandezas y miserias de ser hombre.
Lorca no es un costumbrista andaluz; ni siquiera un castizo español. El Lorca dramático es un clásico griego. Esquilo, Sófocles, Eurípides… y Lorca.