El hombre que vemos en tantas imágenes que se han multiplicado a lo largo de la historia (pinturas, esculturas, simples y modestas estampas) no esconde nada. No puede tener un arma o cualquier objeto contundente que sirva para agredir. Está con los brazos abiertos y las palmas de las manos a la vista. Ni siquiera puede ocultar ninguna cosa en los pliegues de la ropa o en los bolsillos, porque se muestra desnudo hasta donde permite el más elemental pudor.
El hombre que vemos no puede agredir. En este extraño estado es difícil hacer cualquier cosa; y mucho menos atacar a nadie. Si pensara hacerlo ha escogido la posición más incómoda y difícil, clavado de pies y manos.
De un hombre en esta extraña situación no puede esperarse el mandato, la imposición o la fuerza. Más bien, la negación de sí mismo, el sacrificio, la entrega.
Puede negarse que represente la verdad, pero parece evidente que no oculta ninguna mentira.
¿Poder? El poder, tal como lo entendemos, es todo lo contrario: la capacidad de hacer cosas, de imponerse, de dar órdenes. Más bien parece, esta imagen, la expresión del anti-poder, de la radical menesterosidad del ser humano en su pequeñez y limitación.
Frente a una imagen así, frente a un hombre así, es posible sentir -porque la libertad humana también permite el error- el desacuerdo, incluso el rechazo. Pero nunca el temor.