Hace más de un siglo y medio se publicaba uno de los documentos más importantes e influyentes de la historia de la humanidad; uno de esos documento de los que todo el mundo habla pero casi nadie ha leído: el famoso Manifest der Kommuunisschen Partei (Manifiesto del Partido Comunista) publicado por Marx y Engels en 1848. Se esté o no de acuerdo con ellas, está claro que las ideas de este breve texto (o la interpretación torcida de las mismas) ha producido una transformación en el mundo sólo comparable a la que provocó el cristianismo. Se han dado las más diversas versiones sobre las dotes proféticas del Manifiesto. Hay algunos que todavía siguen viendo en Marx un referente esencial del pensamiento social; y piensan que su obra, a pesar de sus aplicaciones colectivas, es algo más que letra muerta. Así el alemán H. S. Enzensberger (artículo publicado en El País, 22/11/1998) piensa que, aunque en algunos puntos no acierta, el Manifiesto “analiza el mecanismo de crisis inherente a la economía capitalista con una exactitud sin parangón”. Es es: más que acertar en los remedios, Marx atina en el diagnóstico de las enfermedades del capitalismo. “La fuerza del marxismo -escribe este autor- reside en su implacable negatividad, en su criticismo radical del status quo”. Otros, en cambio, pensarán que Marx erró en lo fundamental: el desarrollo del capitalismo iría creando unas contradicciones y unas espantosas desigualdades que lo harían estallar, dando paso al socialismo. Ha ocurrido todo lo contario. En las sociedades de capitalismo avanzado se han ido limando desigualdades y creando una amplia capa social de clases medias, que son tan partidarias del comunismo como el gato del agua fría. Así, el sistema no ha sido posible, como Marx creía, en las sociedades de capitalismo avanzado, sino en comunidades atrasadas social y económicamente, que han visto en el anticapitalismo el remedio de todos sus males (China, algunos países africanos), o en países en los que simplemente se ha impuesto manu militari (las naciones del este europeo). En ninguna país desarrollado, que se sepa, ha habido una mayoría que opte por el comunismo, ni siquiera en sus versiones light (eurocomunismo de Carrillo, por ejemplo).
Hay, sin embargo, un punto, en el que Marx acertó plenamente y de una forma profética: en la lista de sus enemigos. Recordamos el magnífico y dramático comienzo del manifiesto:
Un fantasma recorre Europa el fantasma del comunismo. Todas las potencias de la vieja Europa se han unido en una santa alianza para acorralar a este fantasma: el papa y el zar, Metternich y Guizot, los radicales de Francia y los políticos de Alemania.
Desde luego que Marx sabe bien escoger a sus enemigos y señalarlos con nombres y apellidos. El primero de todos, el papa. La intuición del filósofo es magnífica. Él no podía prever ni tampoco sus seguidores mucho más recientes, que un sindicato de inspiración católica en Polonia, apoyado por un papa polaco, iba a ser la primera gran termita roedora que acabase con ese mueble ya apolillado del comunismo. Ni podía prever que en un mundo falto de referentes morales, la figura del papa polaco iba a alcanzar una talla gigantesca. Marx no podía saber nada de esto, pero intuía que su doctrina social era, ante todo, la negación (aunque algunos hayan creído lo contrario) del humanismo cristiano. Sus otros enemigos son: el zar, Metternich, Guizot. Esto es: la vieja Europa aristocrática y conservadora (el zar) que naufraga en parte (revolución francesa, disolución del Imperio autro-húngaro), pero que sigue latente y sin la cual no se explica gran parte de la cultura europea; el liberalismo burgúes (Guizot), el conservadurismo inteligente y dispuesto a adaptarse con tal de no perder sus esencias (Metternich). Da la coincidencia de estas ideas, unidas al Cristianismo, son la raíz de la civilización europea y, por extensión, occidental. Son las mismas fuerzas que, salvadas las distancias cronológicas, reconstruyen Europa desde sus ruinas después de la II Guerra Mundial. Los nombres de Guizot o Metternch pueden ser sustituidos por esas nuevas “potencias de la vieja Europa”: los Churchill, Adenauer, De Gasperi, Monet, De Gaulle, etc. Y dice Marx, en una frase de estupenda expresividad, que todas estas fuerzas malignas se han unido para “acorralar al fantasma”. Muchos años después, está claro que lo consiguieron.
Mucho ha llovido desde 1848, pero está claro que estas viejas fuerzas (cristianismo liberalismo, racionalismo, tradicionalismo, los fundamentos espirituales de Occidente), a pesar de serios problemas (por ejemplo la unidad monetaria, las dificultades de una política económica común, las tensiones entre ética y democracia), siguen constituyendo una fuente dinámica de posibilidades, mientras que el comunismo arrastra una irremediable vejez de siglos.