Tanto en los tiempos que corren como en los pasados, se ha demostrado que tratar de acabar con la libertad de un pueblo mediante una agresión frontal no siempre es factible, especialmente si existe en frente un arraigado sentimiento patriota y una costumbre secular de ejercer y respetar dicha libertad. Es por eso que los oscuros intereses que tratan de dominar la mayor cantidad posible de naciones prefieren usar movimientos envolventes que siempre pasan más desapercibidos para sociedad.
En los inicios de la década de los años 2000 en España pudimos asistir a la llegada, al principio discreta, de una nueva tendencia impulsada desde ciertos colectivos y partidos políticos, que consistía principalmente en tratar de desligar a las generaciones más jóvenes de las tradiciones de sus padres para lograr crear una brecha generacional. Era el inicio de un fenómeno paralelo al que sucedía también en otros países europeos, y al otro lado del Atlántico preferentemente en Estados Unidos y Canadá.
Al principio, y los directores de esa tendencia contaban con que fuera así, las iniciativas propuestas eran vistas como algo que no tendría continuidad en el tiempo. Ideas de inadaptados que pretendían llamar la atención. Modas estúpidas que pasarían al olvido conforme fueran llegando otras similares.
¿A quién se le ocurriría, por ejemplo, exigir en una España aun tradicionalmente católica, que los colegios de primaria no celebrasen festivales de navidad ni colocaran sus acostumbrados belenes, con objeto de no molestar a los cada vez más numerosos inmigrantes musulmanes cuya segunda generación ya estaba asistiendo a esos centros infantiles? Porque, seguramente, eso era idea de esnobs que abrazaban el nuevo multiculturalismo para hacerse notar y conseguir subvenciones para vivir del cuento.
¿Qué estupidez era esa del lenguaje inclusivo, que quería obligarnos a cambiar nuestra manera de expresarnos y adaptar nuestra forma de hablar a las exigencias progres por encima incluso del buen uso del idioma? Ideas de progres que no tendrían ningún futuro, porque la gente no estaba para semejantes tonterías.
Solo con estos dos ejemplos podemos ver hoy, pasados casi veinte años, que el éxito de este tipo de estrategias llega a ser total y aplastante desde el momento que nadie o casi nadie en la sociedad hace nada por evitarlo, y los impulsores de semejantes ideas avanzan a diario hasta conseguir sus objetivos. Respecto a la navidad y los belenes, cualquiera que tenga memoria podrá recordar lo que era hasta entonces la navidad y su ambiente, y compararlo con lo que desde entonces se ha venido degradando, en esta nueva sociedad en la que hasta los ayuntamientos y sus políticos tratan por todos los medios de que sus ciudades borren la palabra navidad de sus calles y anulen ése ambiente festivo para presentarlo como algo totalmente diferente. Y qué decir del lenguaje inclusivo, de cuya censura es tan difícil escapar, porque la inmensa mayoría de los políticos y comunicadores en quien la gente pone su atención abrazaron desde el principio la moda de “ellos y ellas” que, en el fondo, no es más que otro instrumento para amordazar la libertad de expresión en lo más elemental.
Como he referido antes, España fue tan solo una plaza más donde apenas se presentaba batalla y se perdía la guerra estrepitosamente contra estas imposiciones y otras de igual o mayor calibre. En centros de enseñanza de las áreas de Estados unidos donde el partido demócrata y su entonces incipiente deriva socialista y liberticida eran preponderantes, tan solo ponerse una diadema con astas de reno, o un gorro de Santa Claus, y no digamos hablar abiertamente de la navidad y de su significado mas profundo, es decir, el sentir cristiano del recuerdo del nacimiento de Jesucristo, nuestro Salvador y Redentor, comenzaba a ser muy mal visto por profesores y colectivos de padres intervenidos por los lobbies progres, hasta el punto de que éstos elevaban protestas a las direcciones de esos centros educativos y aún, en algún caso, llegaban a presentar denuncias que, incluso sabiendo que iban a ser sobreseídas, conseguirían el efecto deseado de asustar a las personas objeto de esas denuncias y rendirlas ante la nueva ola de pensamiento “correcto”.
Francia, Gran Bretaña, y otros países sufrían esos mismos ataques incipientes que pocos años más tarde, lograrían convertir en costumbre y uso común el rechazar cualquier manifestación de cristianismo y hablar, en el caso de España e Hispano América, de un modo que tan solo unas décadas atrás a cualquiera le habría parecido estúpido.
Pero parece que las sociedades modernas, convenientemente debilitadas para los fines de dominación de las élites, no aprenden ni de la herida en carne propia. Hoy ya no se trata de imponer usos y costumbres. Eso está ya sobradamente conseguido. El siguiente paso para nuestro sometimiento ya se ha dado hace unos pocos años. Si seguimos con el ejemplo de España, los partidos globalistas de izquierdas y derechas (perdón por la redundancia) nos han impuesto una ley que contempla el “delito de odio”. Un nuevo delito que agrada al progresismo hasta el éxtasis, porque les facilita la posibilidad de denunciar a cualquiera que se refiera a ellos en términos duros, aunque tales términos sean menos duros que los que ellos utilizan en sus habituales insultos.
Sería necesario recapacitar sobre la profundidad del daño que esta nueva ley causa a la libertad. Una ley meramente política cuya única utilidad real es señalar y amordazar a cualquiera que desee expresar lo que piensa si ello constituye una crítica contra la ideología de género, la ley de memoria histórica o cualquier otra ley de las que impuso el zapaterismo y el traidor Rajoy apuntaló definitivamente.
Este último experimento ha resultado ser un éxito también. En España ya hay quien es denunciado y condenado por “delito de odio”, y en una gran mayoría los condenados no son más que víctimas de ciertos colectivos que practican el victimismo con la misma maestría con la que obtienen subvenciones y apoyos mediáticos. De modo que en otros países que ya sufren la suficiente carga social de movimientos progres de todo tipo susceptibles de aunarse cuando la ocasión lo merece, y a la vista del éxito conseguido e los primeros ensayos, como el que estamos viviendo en España, las fuerzas globalistas preparan sus ataques dirigidos a la línea de flotación de sus propias sociedades.
De hecho, el sector socialista que se ha adueñado de buena parte del banco mediático del Partido Demócrata ya está planteando a sus partidarios la necesidad de, nada más y nada menos, cambiar la primera enmienda de la constitución para “detener el odio”. Y nótese que “odio”, para Alexandria Ocasio Cortez, una de las principales activistas abiertamente socialistas del Partido Demócrata e impulsora de esta iniciativa, es algo tan pueril como que un hombre discuta con una mujer y no le dé la razón o que un blanco llame negro a un negro.
Afortunadamente, todavía existe una diferencia crucial entre el modo de pensar norteamericano y el europeo. Lo que allí es un sentimiento, todavía profundo para muchos, del respeto a las libertades individuales como la libertad de expresión y la garantía de que el Estado no permitirá el monopolio de una religión sobre la nación, aquí, en la débil y afeminada Europa, está en franco retroceso en los países de mayoría protestante, y rara vez se ha dado en los católicos, con muy escasas excepciones.
Pero, ¿en qué consiste la primera enmienda de la constitución de los Estados Unidos, para que a la izquierda radical le interese tanto modificarla?
Básicamente, la primera enmienda, en su origen, rezaba lo siguiente: “El Congreso no podrá hacer ninguna ley con respecto al establecimiento de la religión, ni prohibiendo la libre práctica de la misma, ni limitando la libertad de expresión, ni de prensa, ni el derecho a la asamblea pacífica de las personas, ni de solicitar al gobierno una compensación de agravios.” Así que, como se puede comprobar, esta enmienda defiende ciertos principios que suelen constituir verdaderos escollos en el rumbo de cualquier idea totalitaria.
¿Es necesario implementar en un código penal como el Norteamericano Federal el delito de odio? Rotundamente, no. Cualquiera que se sienta ofendido por las manifestaciones de otro puede acudir a los tribunales en defensa de su buen nombre y honor sin necesidad de que exista una ley especialmente diseñada para proteger a minorías que, por añadidura, suelen estar más “protegidas” por un asistencialismo que las subsidia. Una ley que tipifique un delito de odio no puede ser justa. Nadie debería ser procesado por odiar. De ser así, los primeros que deberían pasar por los tribunales serían quienes idean, presentan y aprueban dicha ley, porque lo que les lleva a ello es precisamente el odio y el revanchismo contra quienes no pueden convencer ni derrotar con argumentos. Es esto y no otra cosa lo que más se aprecia si uno repasa las hemerotecas sobre el asunto.
¿A quién beneficiaría una nueva ley sobre el delito de odio e incitación al odio, tal como la desea proponer el ala socialista del partido demócrata? Pues mejor que explicarlo yo, invito a los visitantes de este blog a que investiguen un poco en Youtube, y encontrarán chocantes vídeos, como por ejemplo el de un conferenciante en una universidad que, en uso de una verdad incontestable, declara que una persona al nacer viene definida por su sexo y que una pretendida realidad basada en sentimientos, cirugías e ingeniería de deconstrucción social no es más que una falacia, cuyas consecuencias ya están sufriendo miles de pacientes en consultas psiquiátricas, tratando de desandar el camino que un día emprendieron para ser lo que jamás podrían llegar a ser. Al escuchar tal cosa, de entre la audiencia se levantan tres adolescentes de pelo azul y aspecto feminazi, lanzan varios improperios, y al salir del aula de la conferencia rompen parte del equipo de sonido. Esta clase de individuos, y parecidos, serán los principales beneficiados por una ley que regule cuánto se pueda odiar, a quien se pueda odiar, y en qué condiciones se puede odiar. A partir de ese punto, la censura a los medios no afines y el señalamiento a quien no piense globalista y arcoíris están servidos.
La batalla que en Estados Unidos comenzó hace un tiempo y que en España se perdió hace mucho por ausencia del oponente, enfrenta a dos bandos poderosos. Por un lado, el socialismo de moda progre, que propone dar mucho a muchos, a cambio de nada, y por otro, una parte de la sociedad aún basada en los principios de la defensa de las libertades individuales, de la libre asociación y del libre comercio, de la libertad de conciencia y la libertad de culto. Así, un porcentaje alto de millenials prefieren el asistencialismo y la corrección política en la que se instalaron hace mucho tiempo, vendiendo sus voluntades por subsidios y asistencia social sufragadas por los bolsillos de otros; pero frente a ellos se levantan los defensores de los valores sobre los que se fundó su gran nación. Los que defienden que el odio es subjetivo y no mesurable, y que la libertad de expresión es una condición sine qua non para la libertad de prensa y de información. Libertades éstas, sin embargo, que sí son defendidas a ultranza por la izquierdista Ocasio Cortéz cuando se trata de criticar, con o sin razón, a Donald Trump, o incluso de inventar todo lo que se le pueda ocurrir al ejército de periodistas sumisos a Clinton, Biden y Sanders para horadar la imagen del actual presidente.
El resultado de este enfrentamiento definirá la historia de los Estados Unidos desde ese punto en adelante, y por añadidura la de occidente. O la Unión permanece como tierra de libertades y oportunidades, o sucumbe al progresismo que procura intervenir no solo al estado, sino también a los individuos en su intimidad, costumbres, pensamiento, comportamiento e idioma. Esto último ya sucede en España. Y no creo que nadie en su sano juicio pueda decir que es para sentirse orgulloso.